viernes, 1 de noviembre de 2013

EPÍLOGO




(...) Siguió un silencio, hasta que Débora, con voz más suave que de costumbre, comenzó a contarle que lo primero que robó en su vida fue un pastel de manzana que había en la nevera de la casa de unos amigos de sus padres en Sa Ràpita, la playa de Campos. La reprimenda de su madre era uno de los pocos recuerdos que tenía de ella, aunque era consciente de que su memoria había fabulado sobre lo ocurrido y había terminado por transformarlo todo. El teatro de la memoria, precisó. Y sonrió con tristeza para luego explicar que precisamente había vuelto a recordar aquel robo y aquella reprimenda la primera vez que fue a Campos y, al  pasar por la escuela municipal, junto a la puerta de la vieja aula de párvulos, se había quedado paralizada al oír voces infantiles cantando en el mismo lugar donde, veinte años antes, ella también había cantado la misma canción. En el gran teatro de la memoria, dijo Débora, las voces infantiles desafinadas sonaban bellas en la brisa.
Se detuvo después de la frase e inició un largo silencio. Después, recuperándose por momentos, reanudó su historia y contó cómo, al entrar en un aula de la vieja escuela, la misma en la que de niña había pasado cinco años de su vida, oyó que la misma maestra de entonces, con el mismo tono de voz de aquellos días, reñía a los niños de la misma forma de entonces y les decía las mismas palabras para evitar que, cuando sonara la campana, se lanzaran en gran estampida hacia el patio.
Débora, en aquel día de su regreso a Campos, con el recuerdo de fondo de sus padres muertos, quedó paralizada ante la vuelta imprevista del pasado, y una hora más tarde, al volver a alcanzar la calle y pasar por delante de su casa natal y oír una una música que había sonado en el verano más lejano de su vida, observó conmovida cómo de pronto regresaba a su memoria la escena de una hora antes, la escena que había detenido el fluir de las cosas y le había hecho ver que el tiempo jamás se había ido de su lado, siempre había estado allí con ella, el tiempo no sabía lo que era el tiempo...
Y fue entonces cuando, al volver a oír a lo lejos las voces desafinadas y, habiéndose acumulado de golpe todas las emociones de la mañana, ya no pudo más y se derrumbó, cayó en un llanto convulsivo, imparable, hondo, el llanto de lo auténtico, el que nos recuerda, le dijo ella, cuál es la verdadera esencia del mundo, todo aquello que sólo registramos en plenitud cuando recuperamos de forma imprevista, de golpe, lo más sagrado y emotivo de nuestra existencia, los primeros años de nuestra vida, lo único que a la larga acaba pareciéndonos verdaderamentre nuestro, e intransferible.



(...) Los viajes discurren siempre por dentro de uno mismo, suele decir Eduardo Lago, un amigo. Se atraviesa el universo, dice, efectuando un recorrido en el que coinciden el punto de partida y el de llegada; cuando se cierra el anillo, uno ha cambiado de manera tan intensa que resulta difícil reconocerse, pero en el anciano Odiseo sigue vivo el adolescente.
Me acuerdo de esto y de la noche que comprendí que, por muy transversal y hasta superficial que fuera el tratamiento que pensara darle a las memorias del difunto Lancastre, éstas debían incluir una incursión en sus años de adolescencia. (...) Y porque, además, era fácil intuir que unas páginas sobre aquellos años a los que alguna vez el propio Lancastre se había referido en términos de hastío escolar olvidado ("el patio quedó abandonado como una eterrnidad cuadrangular") podían ser una nada desdeñable aproximación a los días en que el autobiografiado aún no tenía tantos rostros ni había publicado tantos libros tan distintos entre ellos y quizás era alguien triste y maravillosamente único.
Y recuerdo también que esa noche me acordé de mi "agenda americana" de principios del 63. De adolescente, al igual que Lancastre, yo también había sido víctima del implacable tedio general que envolvía mi ciudad. Ahora bien, hubo un día en que sospecho que no debí de aburrirme tanto, y ese día sólo pudo ser el 24 de mayo, fecha en la que no escribí nada en la agenda y la interrumpí para siempre. (...)

"Aire de Dylan", Enrique Vila-Matas, 2012.





Clínica de Fátima, Sevilla.

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