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domingo, 7 de diciembre de 2008

domingo, 30 de noviembre de 2008

QUINÍN

DISTINTAS FORMAS DE AMOR A LOS ANIMALES:



Aquí cuento el final de la película, así que es mejor que veais el vídeo primero.

«Quinín» no tendrá su San Martiño:


cerdo peculiar
«Quinín» no tendrá su San Martiño
El marrano más famoso de Galicia se ha librado al fin de pasar por el matadero, aunque ahora se resiste a separarse de la familia que lo cuidó en el último año

Autor:
Luisa Gutiérrez


Al cerdo más popular de la Costa da Morte ya le espera un nuevo hogar. Quinín cambiará los paisajes de Dumbría por los de Carral, en donde llevará una vida de lo más acomodada. Sus nuevos dueños -que de momento prefieren estar en el anonimato- han construido una caseta para que se resguarde y pueda conservar la independencia de la cochiquera en la que vivía. En lo alto, han mandado colocar un cartel con el nombre del marrano. «Vai estar moi ben porque esta xente vai coidalo á perfección e non o van matar, que iso é o que nos importa», explicaba ayer Carmen mientras lo acariciaba por última vez.
Por si esto fuese poco, en su nuevo hogar habrá una persona encargada de cuidar a Quinín, y acompañarlo para que no se sienta solo. «É que está acostumado a estar con xente, por iso nos convenceron estas persoas, porque sabemos que vai estar moito mellor, nós aquí non podemos telo», insiste su cuidadora.
A pesar de que todo parece estar siendo positivo, el cerdo «non anda moi católico estes días», según cuenta su familia. Ayer, sus nuevos dueños intentaron llevárselo, pero el marrano se negó a subir al remolque. «É como se entendera todo o que estamos dicindo na casa. Estou convencida de que escoita e dáse conta do que dicimos porque non quere saír da cuadra e anda con moito medo».
Plan de engaño
Antonio y Carmen han diseñado un plan de engaño para conseguir que Quinín se vaya con su nueva familia. «Non lle imos dar nada de comer e mañá [por hoy] temos pensado poñerlle unha pota de caldo no remolque para ver se así cae na trampa, entón chamaremos aos compradores para que veñan a buscalo». En Dumbría están tristes con la marcha de Quinín, ya que en los últimos meses se había convertido en la atracción de la localidad. De hecho, en los últimos días han sido muchas las personas que han llamado a Carmen para negociar la venta del cochino. «Aínda hoxe chamou un señor de Noia que estaba interesado no prezo, pero xa lle dixen que chegaba tarde e que xa negociáramos con outro comprador. Tamén veu unha persoa da Coruña que nos ofrecía 3.000 euros, pero ao velo asustouse porque non se imaxinaba que era tan grande», asegura Carmen.
Pero si ya se ha librado del matadero, ahora Quinín tendrá que luchar por conservar la salud, ya que los 200 kilos que pesa pueden jugarle una mala pasada. Atrás quedan los tiempos en los que el cerdo se paseaba a sus anchas por Dumbría, en compañía de su inseparable amiga Tila , la perrita que cuida también la familia. De hecho, fue una de esas aventuras la que lo lanzó al estrellato mediático.
Enfermo
La historia de Quinín fue peculiar desde el principio. Cuando lo compraron, sus dueños pensaron que padecía alguna enfermedad, ya que apenas comía. «Pensei que tiña algo porque non probaba bocado, nin o veterinario sabía o que lle pasaba porque era demasiado pequeno. Entón, empecei a sacalo con Tila e, pouco a pouco, os tres fixémonos amigos. Así comezou esta historia», explica Carmen. De hecho, Quinín vivió en el anonimato durante los primeros meses de vida, pero en septiembre la gente empezó a pensar qué pasaría con aquel gracioso marrano que se comportaba como un can. Así comenzaron una serie de negociaciones, en las que la familia llegó a pedir hasta 12.000 euros por el animal.
En Dumbría, ayer no se hablaba de otra cosa. «Estamos un pouco tristes, porque nunca imaxinamos isto, pero os novos donos son moi boa xente e din que podemos ir visitalo cando queiramos, porque lle queremos moito». Pero la familia promete más: «O seguinte porco que merquemos chamarase Quinín II», admitió ayer Carmen. Lo que está claro es que pocos cerdos en Galicia han sabido ganarse a la gente como lo ha hecho Quinín, al que, contra todo pronóstico, al final no le llegó su San Martiño.

http://www.lavozdegalicia.es/galicia/2008/11/29/0003_7353725.htm


Extrañas formas de amar a los animales cuando anda don dinero de por medio. Pero si el fin justifica los medios...

domingo, 14 de septiembre de 2008

Como uma ilha



Como uma ilha, Pedro Abrunhosa e os Bandemónio

Tu és todos os livros
Todos os mares
Todos os rios
Todos os lugares.

Todos os dias
Todo o pensamento
Todas as horas
O teu corpo no vento.

Tu és todos os sábados
Todas as manhãs
Toda a palavra
Ancorada nas mãos.
Tu és todos os lábios
Todas as certezas
Todos os beijos
Desejos princesa.

Como uma ilha
Sozinha...

Prende-me em ti
Agarra-me ao chão
Como barcos em terra
Como fogo na mão
Como vou esquecer-te
Como vou eu perder-te
Se me prendes em ti
Agarra-me ao chão
Como barcos em terra
Como fogo na mão
Como vou eu lembrar-te
Se a metade que parte
É a metade que tens.

Tu és todas as noites
Em todos os quartos
Todos os ventos
Em todos os barcos.

Todos os dias
Em toda a cidade
Ruas que choram
Mulheres de verdade.

Tu és só o começo
De todos os fins
Por isso eu te peço
Fica perto de mim.

Tu és todos os sons
De todo o silêncio
Por isso eu te espero
Te quero e te penso.

Como uma ilha
Sozinha...

Refrão



Pedro Abrunhosa - Voz.
Paulo Pinto - Guitarras.
João André - Contrabaixo. A
lexandre Frazão - Bateria.
Cláudio Souto - Central Station.


(Efectivamente: es la canción de Pedro Abrunhosa (con los Bandemónio) que tengo en el perfil en el clip de audio, pero alguien tuvo la amabilidad de, por fin, subirla al youtube (Gracias, XVirusPT) justo el día anterior a mi cumpleaños, qué bueno, aunque hasta ahora no la había encontrado. Espero que la disfruteis... la mitad que yo ya sería muchísimo).

Hay otra también muy bonita (bueno, casi todas son geniales) que también nos gusta mucho y nos obsesiona y no nos cansa nunca ni a Max ni a mí: Se eu fosse um día o teu olhar (por suerte también coincidimos en gustos musicales ;-) )

domingo, 13 de julio de 2008

La aventura de un matrimonio



La aventura de un matrimonio

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? –y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
-Arriba, un poco de coraje –decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.


"La aventura de un matrimonio", 1958, "Los amores difíciles", Italo Calvino,

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