
Ocean greyness, 1953, Jackson Pollock.
(…) Había de todo /
Pero no había un final. Lo que no vi es donde terminaba todo aquello. El final del mundo /
Imagínate: un piano. Las teclas empiezan. Las teclas acaban. Tú sabes que hay ochenta y ocho, sobre eso nadie puede engañarte. No son infinitas. Tú eres infinito, y con esas teclas es infinita la música que puedes crear. Ellas son ochenta y ocho. Tú eres infinito. Eso a mí me gusta. Es fácil vivir con eso. Pero si tú /
Pero si yo subo a esa escalerilla, y frente a mí /
Pero si yo subo a esa escalerilla, y frente a mí se extiende un teclado con millones de teclas, millones y trillones /
Millones y trillones de teclas, que nunca se terminan y ésa es la verdad, que nunca se terminan y que ese teclado es infinito /
Si ese teclado es infinito, entonces /
En ese teclado no hay una música que puedas tocar. Te has sentado en un taburete equivocado: ese es el piano en el que toca Dios /
¡Por los clavos de Cristo! Pero ¿tú viste aquellas calles? /
Contando sólo las calles, las había a millares, ¿cómo os arregláis para escoger una? /
Para escoger una mujer /
Una casa, una tierra que sea la vuestra, un paisaje para mirar, una forma de morir /
Todo ese mundo /
Ese mundo encima que ni siquiera sabes dónde acaba /
Y cuánto hay /
¿No tenéis miedo de acabar destrozados sólo con pensar en esa enormidad, sólo con pensar en ella? Y para vivirla… /
Yo nací en este barco. Y por aquí pasaba el mundo, pero a razón de dos mil personas cada vez. Y aquí había también deseos, pero no más de los que caben entre una proa y una popa. Tocabas tu felicidad sobre un teclado que no era infinito.
Así lo aprendí yo. La tierra es un barco demasiado grande para mí. Es un viaje demasiado largo. Es una mujer demasiado hermosa. Es un perfume demasiado intenso. Es una música que no sé tocar. Perdonadme. Pero no voy a bajar. Dejadme volver atrás.
Por favor /
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/
Ahora intenta comprenderme, hermano. Intenta comprenderme, si puedes /
Todo ese mundo en mis ojos /
Terrible, pero hermoso /
Demasiado hermoso /
Y el miedo que me hacía retroceder /
El barco, de nuevo y para siempre /
Pequeño barco /
Ese mundo en los ojos, todas las noches, de nuevo /
Fantasmas /
Podrías morir si los dejaras actuar /
Las ganas de descender /
El miedo a hacerlo /
Así te vuelves loco /
Loco /
Tienes que hacer algo, y yo ya lo he hecho /
Primero lo imaginé /
Después lo hice /
Cada día, durante años /
Doce años /
Millones de momentos /
Un gesto invisible y lentísimo /
Yo, que no fui capaz de bajar de este barco, para salvarme me bajé de mi vida.
No estoy loco, hermano. No estamos locos cuando hemos encontrado el sistema para salvarnos. Somos astutos como animales hambrientos. La locura no tiene nada que ver. Eso es el genio. Es la geometría. Perfección. Los deseos estaban destrozándome el alma. Podía vivirlos, pero no lo conseguí.
Así que entonces los conjuré.
Y uno a uno los fui dejando detrás de mí. Geometría. Un trabajo perfecto. A todas las mujeres del mundo las conjuré tocando una noche entera para una mujer, una, la piel transparente, las manos sin joyas, las piernas delgadas, movía la cabeza al compás de mi música, sin una sonrisa, sin bajar la mirada, nunca, una noche entera, cuando se levantó no fue ella la que salió de mi vida, fueron todas las mujeres del mundo. Al padre que nunca voy a ser lo conjuré contemplando morir a un niño, durante días, sentado a su lado, sin perderme nada de aquel terrible espectáculo hermosísimo, quería ser la última cosa que viera en este mundo, cuando se marchó, mirándome a los ojos, no fue él quien se marchó, fueron todos los hijos que nunca tendré. La tierra que era mi tierra, en algún rincón del mundo, la conjuré escuchando cantar a un hombre que venía del norte, y cuando lo escuchabas, veías, veías el valle, las montañas que lo rodeaban, el río que descendía lentamente, la nieve de invierno, los lobos por la noche, cuando aquel hombre acabó de cantar, acabó mi tierra, para siempre, dondequiera que se encuentre. Los amigos que deseé los conjuré tocando contigo y para ti aquella noche, en la cara que ponías, en los ojos, los vi, a todos ellos, a mis queridos amigos, cuando te marchaste, se fueron contigo. Dije adiós a la maravilla cuando vi los descomunales icebergs del mar del Norte desmoronarse derrotados por el calor, dije adiós al milagro cuando vi reír a los hombres que la guerra había destrozado, dije adiós a la rabia cuando vi llenar este barco de dinamita, dije adiós a la música, a mi música, el día que conseguí tocarla toda en una sola nota de un instante, y he dicho adiós a la alegría, conjurándola, cuando te he visto entrar aquí. No es locura, hermano. Geometría. Es un trabajo de cincel. He desmontado la infelicidad. He desenhebrado mi vida de mis deseos. Si pudieras recorrer mi camino, los encontrarías uno tras otro, conjurados, inmóviles, detenidos para siempre señalando la ruta de este extraño viaje que a nadie nunca conté, salvo a ti/
(…)
Novecento, La leyenda del pianista en el océano. Alessandro Baricco.
(Compactos Anagrama: precio editor: 6,00 €)