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viernes, 1 de noviembre de 2013

EPÍLOGO




(...) Siguió un silencio, hasta que Débora, con voz más suave que de costumbre, comenzó a contarle que lo primero que robó en su vida fue un pastel de manzana que había en la nevera de la casa de unos amigos de sus padres en Sa Ràpita, la playa de Campos. La reprimenda de su madre era uno de los pocos recuerdos que tenía de ella, aunque era consciente de que su memoria había fabulado sobre lo ocurrido y había terminado por transformarlo todo. El teatro de la memoria, precisó. Y sonrió con tristeza para luego explicar que precisamente había vuelto a recordar aquel robo y aquella reprimenda la primera vez que fue a Campos y, al  pasar por la escuela municipal, junto a la puerta de la vieja aula de párvulos, se había quedado paralizada al oír voces infantiles cantando en el mismo lugar donde, veinte años antes, ella también había cantado la misma canción. En el gran teatro de la memoria, dijo Débora, las voces infantiles desafinadas sonaban bellas en la brisa.
Se detuvo después de la frase e inició un largo silencio. Después, recuperándose por momentos, reanudó su historia y contó cómo, al entrar en un aula de la vieja escuela, la misma en la que de niña había pasado cinco años de su vida, oyó que la misma maestra de entonces, con el mismo tono de voz de aquellos días, reñía a los niños de la misma forma de entonces y les decía las mismas palabras para evitar que, cuando sonara la campana, se lanzaran en gran estampida hacia el patio.
Débora, en aquel día de su regreso a Campos, con el recuerdo de fondo de sus padres muertos, quedó paralizada ante la vuelta imprevista del pasado, y una hora más tarde, al volver a alcanzar la calle y pasar por delante de su casa natal y oír una una música que había sonado en el verano más lejano de su vida, observó conmovida cómo de pronto regresaba a su memoria la escena de una hora antes, la escena que había detenido el fluir de las cosas y le había hecho ver que el tiempo jamás se había ido de su lado, siempre había estado allí con ella, el tiempo no sabía lo que era el tiempo...
Y fue entonces cuando, al volver a oír a lo lejos las voces desafinadas y, habiéndose acumulado de golpe todas las emociones de la mañana, ya no pudo más y se derrumbó, cayó en un llanto convulsivo, imparable, hondo, el llanto de lo auténtico, el que nos recuerda, le dijo ella, cuál es la verdadera esencia del mundo, todo aquello que sólo registramos en plenitud cuando recuperamos de forma imprevista, de golpe, lo más sagrado y emotivo de nuestra existencia, los primeros años de nuestra vida, lo único que a la larga acaba pareciéndonos verdaderamentre nuestro, e intransferible.



(...) Los viajes discurren siempre por dentro de uno mismo, suele decir Eduardo Lago, un amigo. Se atraviesa el universo, dice, efectuando un recorrido en el que coinciden el punto de partida y el de llegada; cuando se cierra el anillo, uno ha cambiado de manera tan intensa que resulta difícil reconocerse, pero en el anciano Odiseo sigue vivo el adolescente.
Me acuerdo de esto y de la noche que comprendí que, por muy transversal y hasta superficial que fuera el tratamiento que pensara darle a las memorias del difunto Lancastre, éstas debían incluir una incursión en sus años de adolescencia. (...) Y porque, además, era fácil intuir que unas páginas sobre aquellos años a los que alguna vez el propio Lancastre se había referido en términos de hastío escolar olvidado ("el patio quedó abandonado como una eterrnidad cuadrangular") podían ser una nada desdeñable aproximación a los días en que el autobiografiado aún no tenía tantos rostros ni había publicado tantos libros tan distintos entre ellos y quizás era alguien triste y maravillosamente único.
Y recuerdo también que esa noche me acordé de mi "agenda americana" de principios del 63. De adolescente, al igual que Lancastre, yo también había sido víctima del implacable tedio general que envolvía mi ciudad. Ahora bien, hubo un día en que sospecho que no debí de aburrirme tanto, y ese día sólo pudo ser el 24 de mayo, fecha en la que no escribí nada en la agenda y la interrumpí para siempre. (...)

"Aire de Dylan", Enrique Vila-Matas, 2012.





Clínica de Fátima, Sevilla.

sábado, 20 de febrero de 2010

BASURA




Yo pienso que a lo mejor se forma una familia para intentar matar la orfandad que cada uno sufre desde que nace. Por eso me sentía tan solo cuando veía cómo mamá le llevaba la sopa y el pan al viejo y él no la miraba a los ojos, demasiado concentrado en la chimenea, como imaginándose su propia hoguera, intentando acostumbrarse a las llamas aunque sea con los ojos que le negaba a mamá-
Todos nos sentíamos solos.

Bariloche, Andrés Neuman, Compactos Anagrama: 7,00 euros.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Kafka Blues

Hace mucho que no visito vuestros blogs y que cuido poco éste. Y no es ni por dejadez ni por hartazgo, sino por otros motivos de fuerza mayor que algunos conocéis y a otros no os interesarán demasiado. Pero como imaginaréis, tengo un montón de libros de los que me gustaría hablaros, o mejor dicho de los que tengo muchas ganas de seleccionar y copiar un párrafo o varios para formar una entrada que me resulte especialmente sugerente y así pueda alentar a la lectura y al mismo tiempo construir mis puzzles habituales unido (el párrafo) a una obra de arte que, además, significan algo para mí, que por supuesto no sabéis normalmente pero que no importa, no es mi intención que descubráis la canalización de mis sentimientos, una especie de mural del cole, sino recomendar un libro y, de paso, recordaros algún cuadro o foto que me parezca que en ese momento merece la pena ser contemplado -y en muchos otros.

Esta vez, saltando todo orden en cuanto a las lecturas (como siempre), voy a hacerlo de otra forma. Hace tiempo (ya ni me acuerdo cuánto, ni dónde fue)hablamos BLAS y yo (y algún otro bloguero, creo recordar que estaba en el ajo Elphaba, quizás Candela...) de Murakami. Yo decía que no me gustaba, pero a la vez tenía algo que me atraía, que me enganchaba; pero no consideraba que tuviera ninguna calidad literaria, sino solamente la de los "best sellers", en los que no englobo a todos pero sí prácticamente todos, que ni leo porque no me gustan ni me atraen ni me interesan; en conclusión: que no sabía qué me pasaba con sus libros. Mejor dicho, con su libro, pues esto me pasó con Tokio blues, y decidí dejar al autor olvidado porque definitivamente no me había gustado: me autoconvencí de que quizás me había enganchado como puede hacerlo cualquiera con un programa tonto de la tele o al solitario del PC o a los diarios de deportes -a los que les gusten los deportes.

Un día, paseando por la FNAC -a la que no he vuelto desde que me timaron (aún estoy esperando que entreguen un pedido del día 6 de octubre del año pasado en el que regalaban un paraguas y antes de ayer le llegó a la persona destinataria ¡el paraguas! sin los libros, después de un cruce de infinitos correos en los que me dicen que tuvieron un problema y que lo están intentando solucionar y que a la mayor brevedad recibirá el pedido la persona que tiene que recibirlo; ahora ya ni me contestan) y ante su desfachatez y falta absoluta de un mínimo de profesionalidad y de ética apoyándose en el prestigio de la marca que han tirado por los suelos o más abajo y enfangado con todo lo que corra por los subsuelos, he dejado de ser socia y de comprar allí y por supuesto no volveré a hablar de ellos a no ser que sea mal.

El caso es que por aquel entonces aún confiaba en "la marca" (y gasté mucho dinero allí, qué pena); también paseaba y siempre salía con algunos libros, ya conocéis mis vicios; pues ese día vi por todas partes la portada de Kafka en la orilla, de Murakami, claro; calentito, recién salido del horno; inmediatamente me atrajo ese gato que me miraba -con esos ojos que a mí se me parecía a Max- y el título, como siempre que veo el nombre de Kafka. Hasta la colección de la editorial se llamaba "Maxi" ;-). Pero al ser de Murakami... Seguí adelante, con paso firme y seguro, pero no sé qué me pasó cuando se me cruzaron los cables y me di la vuelta, cogí uno que no estuviese estropeado ni abierto (una manía, ya sé) como si fuera una autómata obedeciéndo órdenes de un plano superior (no estoy loca, no, jaja) y lo llevé en una mano, bajo, y me dirigí a la caja a hacer cola (tantas cajas y tan pocos cajeros, ay) sin mirarlo, para no arrepentirme y darme la vuelta. Lo compré.

En casa lo coloqué en una de las librerías y ahí quedó. Y llegó un día en que me atreví, lo cogí y lo empecé. Aluciné con lo que descubrí, pues vi que estaba en un error (yo); que el tío es un genio y los libros muy buenos y que era yo la que me equivocaba, ¡o el traductor! pues el idioma japonés no se puede traducir así como así, y todo el contenido estaba compuesto por frases cortas o cortísimas seguidas continuamente de comas y formando párrafos grandes. Nosotros no hablamos así, ni así escriben los clásicos siquiera. Empecé a leerlo obviando las comas e imaginándome la
puntuación yo (que escribo mal pero corrijo muy bien, jeje) y, por supuesto, me encantó.

Tiempo después, hace unas semanas, encontré una opinión de María Zamparelli en un club de lectura que me fascinó, porque decía todo lo que yo pensaba y me gustaría saber expresar tan bien pero no soy capaz; así que le escribí para pedirle su consentimiento para publicarlo en el blog y accedió; yo, encantada y agradecidísima, lo copio aquí:


Me resulta por demás curioso que las reseñas a las que nos refirió "X" sobre la novela de Murakami sean tan superficiales en su contenido. Después de todo esta novela no es la primera del escritor quien además, según una reseña en la revista The New Yorker ,se vislumbra como posible candidato al premio Nobel de Literatura.
¿Por que no comenzamos por el principio? Al dar inicio la novela el protagonista, Kafka (algo así como cuervo y hay que tomar en cuenta qué simboliza el cuervo en la mitología china) el protagonista de quien curiosamente no conocemos el nombre conversa con otro muchacho llamado Cuervo. El capítulo se titula precisamente El joven llamado Cuervo. Desde ése primer "diálogo" el autor nos plantea la realidad y tono de esta novela. Según avanzamos descubrimos que ese otro personaje llamado Cuervo no existe. Es una manifestación de la conciencia, del ego, de la realidad interior de Tamura. Quién sabe si de sus temores existenciales. El autor no nos lo va a explicar ni tampoco tirará la línea divisoria entre la realidad, la mitología, lo espiritual o lo onírico. ¿Para qué? Todo convive igual que convive en los mitos griegos, romanos, celtas, chinos etc. Lo que desconcierta al lector contemporáneo, mejor dicho, a algunos lectores contemporáneos, es que todo cohabita en el mismo plano. Y es pertinente recordar que es una novela, una realidad que construye un escritor. Otro aspecto que desconcierta a algunos lectores es que el autor ancla esa "irrealidad" en íconos publicitarios, en un viejo que parece un loco que habla con gatos, un chofer que guía camiones.
Aquí ya entramos en los personajes y su caracterizació n. Kafka Tamura es un muchacho de quince años a quien su padre ha condenado a un destino trágico. En un principio sólo sabemos que el padre es un escultor famoso. El padre de Kafka ha creado el destino de su hijo a base de un misterio: la desaparición de su madre y hermana. A mi me parece una buena metáfora para caracterizar a un dios mitológico. Kafka es entonces el héroe que necesita salir al mundo para enfrentar su destino. Murakami caracteriza a Karka como un muchacho pcoco común. Cuervo así lo indica. Kafka lleva preparándose fisicamente varios años para enfrentar el viaje que emprenderá. El autor nos señala una y otra vez la pulcritud que guarda en relación a su cuerpo y el orden que imparte a los lugares que visita. No es cualquier muchacho de quince años. Tiene una misión y un propósito y se ha preparado a lo largo de un tiempo para cumplir con el mismo.
Paralelamente se desarrolla el personaje de Nakata. Un viejo que se comunica con los gatos. Es un ser humano quien por haber perdido la capacidad cognocitiva, también por un evento misterioso, puede acceder al mundo vedado a otros mortales. Algo así como un sacerdote o un monje. Sólo cuando visita la biblioteca Komura y entra en contacto con la palabra escrita y la señora Saeki comienza el final de Nakata. Es importante observar que Nakata y el caminonero cargan con la piedra de la entrada. Nakura habla con la señora Saeki sobre la piedra y ella muere. ¿Era ella también un espectro? ¿Otra deidad maligna que asediaba a Tamura?¿Una sirena, un demonio?
El punto cimático para Tamura es salir del bosque (otro símbolo muy común en la mitología y las leyendas al referirse a un lugar sin orden claro, lleno de misterios y peligros). Un bosque peculiar en el que habitan soldados de la Segunda Guerra Mundial, la señora Saeki joven, niña. Es un bosque en el que habita una realidad incomprensible. Una realidad a la que Tamura debe ignorar una vez esté de camino hacia el mundo real. Bajo ningún concepto debe mirar hacia atrás (como la esposa de Job). Cuervo intentará persuadirlo para que lo haga, para que sucumba pero la puerta se está cerrando (Nakata la está cerrando) y Tamura debe salir antes de que sea demasiado tarde. El héroe ha escapado el destino "inevitable". Cuervo se tranforma en un verdadero cuervo que vuela sobre el bosque. Tamura es un héroe moderno. Escapa su determismo histórico, sentimental, religioso, mitológico, etc. Escapa de los espejismos para retomar su vida.
La novela tiene mucha tela de dónde cortar. Le otorgo diez estrellas de diez a esta primera lectura.



OTRO "AÑADIDO" DE MARÍA ZAMPARELLI EN RESPUESTA A OTRA PERSONA:

"Y": El uso del cuervo me llamó la atención desde el principio pues me hizo recordar la película de Akira Kurosawa, Los sueños, en la cual hay una escena que muestra un árbol cargado de cuervos quienes salen volando despavoridos. Busqué en internet sobre el tema del cuervo y encontré que en la mitología china puede significar, entre otras cosas, un maleficio, un mal de ojo, en fin algo que no pinta bien para el futuro. A pesar que Murakami es japonés la literatura japonesa tiene gran influencia de la china.
Entre lo que leí sobre Murakami encontré que ha incursionado en el mundo del cine y eso también me parece que se evidencia en las imágenes de calidad cinematográficas que se desarrollan en la novela.
María


Y OTRAS QUE YA NO COPIO AUNQUE ME LO SUGIRIÓ, PUES ME PARECE UN ABUSO TOTAL; LO QUE HE COPIADO ES LO QUE YO PIENSO Y ME HABRÍA GUSTADO SABER EXPRESAR ASÍ DE BIEN.

-DEDICADO ESPECIALMENTE A BLAS Y A Y A TODOS Y TODAS LOS QUE HABLAMOS SOBRE MURAKAMI AQUELLOS DÍAS Y, POR SUPUESTO, CON TODO MI AGRADECIMIENTO A MARÍA ZAMPARELLI Y MI FELICITACIÓN POR ESCRIBIR TAN BIEN (MARÍA). Seguiré leyendo tus críticas, María, aunque no estoy segura de si volveré a leer algo de Murakami, por miedo a que mi teoría se desplome como un castillo de naipes: fue bonito mientras duró...


miércoles, 13 de enero de 2010

Soseki. Inmortal y tigre.




Soseki. Inmortal y tigre.

Fernando Sánchez Dragó

Planeta. 352 pp. 19 e.

( 27/11/2009 )


Beppo”, “Plutón”, fueron gatos nacidos de la literatura de Borges o Poe… Otros muchos hubo que lograron trascendencia gracias a escritores que les rindieron justicia poética, como Kipling, Neruda, Perrault, Baudelaire, Umbral... Y más allá de nuestra tradición, Natsume Soseki, autor de Yo, el gato, referencia que atraviesa muchos de los sentidos de este libro de Sánchez Dragó porque ofrece el relato de un gato que fustigó a los humanos de su tiempo. Soseki. Inmortal y tigre rinde homenaje a aquel gato de más de cien años, sin rumbo y sin botas, en la piel de un felino que nació en un pueblo de Soria y no se rindió, hecho como estaba de aventura, hasta dar con un hogar, amor, familia y un nombre. Que bien podía haber sido “Teseo”, porque en la “casona-laberinto” en que vivió, junto al escritor y su mujer, encontró su destino.

Pero dejemos al lector lo que constituye el dispositivo de la trama y obviemos preámbulos que nos hagan detenernos en un autor que nos tiene habituados a toda clase de excentricidades, salvo a ésta de entreverar de ternura un relato que va y viene entre ser cuento de niños que pueden entender los adultos y cuento de adultos para niños. Aunque si la excusa es dedicar a su nieta la historia de un gato que acabó por tener su lugar en un cuento, arroparlo con los versos de Rubén Darío (para que guarde en recuerdo“al abuelo que un día le quiso contar un cuento”), e incluir la presencia de su destinataria en diálogos que entrecortan la narración inicial para enfatizar ese propósito,… la resolución final se arrima demasiado a los costados del escritor. ¿Y?: pues que la aventura de ese héroe doméstico discurre junto a la del proceso de creación del cuento, y a la biografía de sus obsesiones. Y el proyecto de narración se abisma en un monólogo que evidencia cierta improvisación en la técnica compositiva, a la vez que brinda un curioso anecdotario. Pero siempre regresa a “Soseki”. Y sí, acaba siendo la historia del gato que se instaló de tal manera en sus afectos que su muerte sólo halló alivio en la escritura de esta obra, que le mantendrá vivo en el nirvana de la literatura. ¡Y, por supuesto, en la presencia de nuevos gatos!: uno, “Teseo”, como no podía ser de otro modo. El otro sigue buscando su nombre.
Pilar CASTRO, AQUÍ

Bueno. Copio una reseña porque, aparte de estar tan prohibido y cada vez más el reproducir cualquier fragmento de una obra (¿?), la verdad es que aquí hay muchísimos que podría traer, pero ninguno que pudiera reflejar el alma del libro, que es el libro entero y todo lo que no está en el libro y uno puede imaginar.
Le seguía, señor escritor, incondicionalmente en la tele (hablo en pasado porque no tengo Telemadrid, aunque supe de algún episodio por otros medios...). Lloré con su muerte, la muerte de Soseki; lloré con el episodio increíble de las risas en la tele; no llegué a tiempo cuando el autor firmó ejemplares en La Coruña hace nada, cosa que jamás he hecho ni deseado hacer hasta ese momento; al día siguiente firmó el escritor en la prensa el artículo tan polémico sobre "el voluntariado que mola" con el que estoy tan de acuerdo y que incluso he sufrido; pero ni Papá Noel ni los Reyes Magos de Oriente quisieron que me quedara sin él y no llegó uno sino que me trajeron dos (uno lo cambié por Petersburgo y La vida perra de Juanita Narboni), sin autógrafo ninguno de ellos, pero ése va dentro del libro...

Lloré también con el libro, y me purifiqué.

No os lo perdáis. Gatistas lectores, gatistas no lectores, lectores no gatistas, y ni gatistas ni lectores. Ya me contaréis (que os leo). Un libro fuera de serie. De verdad. Y sé que me creéis.

No puedo dejar de citar o vincular el obituario que quizá debería haber sido lo que tedría que haber copiado aquí. No lo sé.

El blog está abandonadísimo (y los vuestros también) por motivos personales que no me atrevo a exponer, pero son graves; algunos los conocéis en parte, muy pocos lo sabéis todo (creo que sólo dos de vosotros más quizás, o, seguramente, vuestro gato) y os podéis imaginar qué fuerza ha tenido este libro para que volviera yo por aquí.

Cariños y salud para todos,

Fauve.






(Fotos encontradas en google images).

viernes, 30 de octubre de 2009

Callarse


(The Eye of Silence, Max Ernst)



He aquí un título excelente…

Un excelente Todo…

Mejor que una “obra”…

Y, sin embargo, una obra, porque

si enumeras cada uno de los casos

en que la forma y el movimiento

de una palabra, como una onda,

se elevan, se dibujan,

a partir de una sensación,

de una sorpresa, de un recuerdo,

de una presencia o de un vacío…

de un bien, de un mal –de un Nada y de un Todo,

y observas y buscas

y sientes y mides

el obstáculo que hay que oponer a esta fuerza,

el peso del peso que hay que poner sobre la lengua

y el esfuerzo del freno de tu voluntad,

conocerás cordura y poder

y callarte será más bello

que el ejército de ratones y los arroyos de perlas

de que pródiga es la boca de los hombres.


'Callarse', de Paul Valéry (1871-1945)

Copiado del diario digital 20minutos de hoy ;-)

sábado, 8 de agosto de 2009

Centro


Tengo la seguridad de que cuando estuve por primera vez en Varsovia mi ignorancia sobre Bujara era absoluta. Quizás hubiera percibido vagamente su nombre en alguna novela. ¿Existe tal vez un “hechicero de Bujara” en Las mil y una noches? Es posible que hubiera visto por descuido el nombre en la vitrina de algún negocio de alfombras. Pero desde el día en que Issa apareció con sus folletos de viaje, Juan Manuel y yo nos entregamos, cada quien por su cuenta, a rastrear todos los datos que teníamos a nuestro alcance sobre las ciudades uzbecas del Asia Central para imprimirle mayor verosimilitud a los relatos.

Apenas unas semanas atrás, poco antes de emprender el viaje a esa región, oí a un teósofo mexicano de paso por Moscú decir que Bujara era uno de los ombligos del Universo, uno de los puntos (creo que hablaba de siete) en que la tierra logra establecer contacto con el cielo. No sé qué haya de cierto en ello, pero cuando a la hora del crepúsculo llegué a la ciudad y percibí la configuración cóncava de la bóveda celeste llegué a sentirme en el centro mismo del planeta. Posiblemente todo ello influyó para que, al trasponer las murallas que rodean la ciudad antigua, la sensación de imantación y magia que desprendía fuera más poderosa: llegaba al zoco, a la kasbah, a los inextricables barrios de la judería con el mismo total asombro que la frecuentación de algunos libros o de ciertas películas me produjo en la infancia.

El corazón de Bujara parece no haber conocido ningún cambio en los ocho siglos últimos. Caminé con Dolores y Kyrim por ese laberinto de callejuelas que con dificultad admiten el tránsito de dos personas a la vez. Estrechísimos senderos que sorpresivamente desembocaban en amplias plazas donde se yerguen las mezquitas de Poi-Kalyan, de Bala-i Jaúz, el Mausoleo de los Samánidas y el de Chashma-Ayb, el espigado y hercúleo minarete de Kalyan, los restos del antiguo bazar. A cierta hora, avanzada la noche, el viajero deambula por callejones desiertos (flanqueados por casas de un piso o excepcionalmente de dos; sin ventanas, en cuyas puertas de madera labrada cada centímetro está trabajado, distintas todas entre sí pues cada una narra de algún modo la historia y señala la estirpe de la familia que la habita, renovadas cada ciento cincuenta o doscientos años con las mismas grecas, leyendas y signos que ostentaban en el siglo XVIII, el en XV, o en el XII) y oye como procedente de otras épocas el eco de sus propios pasos.

Contemplo las postales que compré en Bujara. Lo cierto es que no reconozco del todo esos lugares; pude o no haber estado en ellos. Me deslumbra, sin duda, saber que conocí las maravillas que cual hábil tallador barajo ante mis ojos; apenas logro reproducir la ciudad; recuerdo sobre todo el ruido de mis pasos, las conversaciones con Dolores y Kyrim, el aire de embriaguez, de deleite que me invadió cada vez que una de esas callejuelas se abría para dar paso a las suaves formas de un mausoleo; recuerdo la música del Islam que se filtraba por algunas ventanas, también ella posiblemente muy poco transformada desde que los antepasados de los actuales moradores erigieron ese centro religioso de pronto convertido en un emporio comercial donde confluían caravanas de los distintos confines del Turquestán, y de más lejos aún: de la China, de Bizancio, de la Russ incipiente; se entendían por señas, emitían palabras que sólo unos cuantos comprendían, desplegaban entre las arcadas del bazar y en los lugares adyacentes sus mercaderías, mostraban dinero, cordeles anudados, canjeaban en una serie de tianguis complicadísimos, canutos de polvo de oro y trozos de plata; las monedas de Toledo se confundían con las acuñadas en Creta, en Constantinopla, con las del Oriente entero. Después de caminar una noche por Bujara, los fastos de Samarcanda, conocidos al día siguiente, ¡tanto oro, tanto esplendor, tal extensión de muros, tal altura de cúpulas!, me parecieron en comparación cosa de nuevos ricos, un raro sueño de grandeza que preludiaba a cierto Hollywood. ¡Como si Tamerlán hubiera intuído la posterior existencia de Griffith o de De Mille y se divirtiera en mostrarles el camino!

¡Pero no todo fue silencio y quietud en la noche de Bujara!

Se iniciaba el mes de noviembre. Finalizaba en el Uzbekistán la cosecha de algodón y en sus ricas ciudades se celebraban las bodas. Hubo un momento en que Bujara se hundió en el estruendo y la locura. Y fue entonces, al contemplar una de las procesiones nupciales, cuando debí sentir el aleteo, su primer roce, sin lograr siquiera precisarlo, de una historia ocurrida veinte años atrás cuando Juan Manuel y yo conversábamos en Varsovia con una pintora italiana, una mujer más bien detestable, y le sugeríamos viajar a Samarcanda. Ahora advierto que debió ser Bujara la ciudad que teníamos que recomendarle; todo lo que entonces inventábamos para animarla se me antoja posible en Bujara. Cuando le hablábamos de Samarcanda lo que de alguna manera se bosquejaba en nuestra imaginación era la otra ciudad.

Mientras recorríamos callejones en nuestro intento de llegar al centro de la ciudad, el verdadero ombligo del Universo al que seguramense se refería el teósofo, Kyrim contaba con fruición historias atroces oídas en casa de amigos de sus padres; con toda seguridad esos relatos se vienen transmitiendo de generación en generación y así pasarán a los siglos por venir; tratan de crímenes espeluznantes, de cadáveres descuartizados de modo complicadísimo. La fruición del narrador revela esa crueldad que posee en los más insólitos momentos a las tribus del desierto; pero, como Las mil y una noches, tales relatos carecen de sangre real, son una especie de metáforas de la fatalidad, de las cuitas y fortunas que integran el destino humano (¡porque Alah será siempre el más sabio!) y en vez de empavorecernos nos crean una especie de soltura, de reposo.

No es difícil que cuando Issa, la pintora italiana, hizo el viaje al Asia Central haya conocido Bujara. Es posible que haya contraído allí la enfermedad que le arrebató la razón y de cuyos detalles nunca logramos enterarnos del todo.

Capítulo II de "Nocturno en Bujara", dentro de "Vals de Mefisto", de Sergio Pitol.

domingo, 19 de julio de 2009

Conversación por azar con desconocido


_ Buenas noches _dice el hombre, apenas le parece escuchar al otro lado del teléfono la voz de la mujer_, perdone usted mi atrevimiento. Puede que ya no se acuerde de mí. Han pasado bastantes días desde la última vez que hablamos. Me llamo Armando Duvalier. Sí, Duvalier, con V de victoria. ¿Me recuerda ahora? ¿Le dice algo mi nombre? (Establece una pausa y su mirada se posa sobre los polvorientos claveles de plástico puestos sobre la mesita del teléfono.) Armando Duvalier, el cazador de leones. ¿Sigue sin acordarse de mí? ¿No recuerda que hace cosa de tres meses estuvimos hablando por teléfono cerca de una hora y que en un primer momento usted me confundió con un tío suyo, hermano de su padre, del que no sabe nada desde hace años? ¿No? ¿Cómo es posible, señorita? Vamos, vamos, haga memoria. Fue, como le digo, hace unos tres meses, día más, día menos. A esta misma hora. Y también estaba lloviendo. Yo tenía que llamar al consulado de la República de Bolongo por un problema de pasaporte, pero equivoqué el número, o hubo uno de esos extraños cruces que de vez en cuando se producen y me salió usted. Me dijo que no tenía nada que ver con Oblongo y que ni siquiera había oído hablar de ese país. Entonces le pedí disculpas y, sin saber cómo, nos enredamos hablando. Le dije que yo era cazador y que estaba a punto de regresar a África. Usted aceptó gentilmente mis disculpas y me preguntó dónde estaba Bolongo. Yo le dije que era uno de esos estados de nuevo cuño, ubicado en el corazón del Africa Ecuatorial. ¿Va recordando ahora? Usted me dijo que siempre había deseado conocer África y yo empecé entonces a hablarle de algunos paisajes africanos que conozco bastante bien. Usted me contó luego que aquella misma mañana había comprado un décimo de lotería, y que si le tocaba el primer premio pensaba gastarse la mitad dando la vuelta al mundo porque viajar era algo que le chiflaba. ¿Se acuerda ahora, señorita? ¿No recuerda que mientras estábamos hablando se le quemó lo que tenía puesto en el fuego? ¡Ah, por fin! ¡Por fin se acuerda! ¡Claro que sí, era imposible que lo hubiese olvidado! ¡Sí, sí, Armando Duvalier! Al fin y al cabo, los cazadores de leones no abundamos tanto. EN fin, señorita, prometí que volvería a llamarla a mi regreso de Oblongo y aquí me tiene. Soy hombre que cumple lo que dice. Llegué ayer por la mañana, pero hasta esta tarde no he tenido ni un solo momento libre. Así que aquí estamos otra vez. Dígame ahora cómo van sus cosas. ¿Le tocó la lotería? ¿Va a decirme que estoy hablando con una millonaria que está preparando sus maletas para dar la vuelta al mundo? ¿No le tocó? ¿No tuvo usted suerte? No se preocupe, otra vez será. Ya sabe usted lo que dice el refrán: de nada sirve madrugar si la suerte no te acompaña. Consolémonos pensando en que, por lo menos, gozamos de una salud excelente. La salud, como dijo alguien, es la primera de las libertades. Claro está que no todo se reduce a la salud del cuerpo, está también esa otra salud, tan importante como la primera, la salud del alma… ¡Ah, sí! ¡Le aseguro que la nostalgia y la pesadumbre son mjuy malas enfermedades! ¡Conozco bien sus efectos! Pero, en fin, no vaya a pensar tampoco que soy uno de esos nostálgicos impenitentes que se pasan la vida suspirando. Nada de eso. Soy, por el contrario, un hombre de acción, no puedo permitirme el lujo de suspirar. Lo que sucede, eso sí que lo reconozco francamente, es que, cada vez que regreso de uno de mis viajes africanos, me siento solo en esta gran ciudad. Hubo una época en la que la tenía llena de amigos. Gente divertida y amable con la que me sentía profundamente identificado. Personas que medidas con el baremo de la burguesía puede que no fuesen demasiado ortodoxas en sus ideas y en su comportamiento (quiero decir en su forma de afrontar los problemas que la vida en sociedad plantea a todos los hombres), pero que precisamente por eso tenían para mí un encanto especial. Recuerdo, por ejemplo, a T. P., que componía hermosos poemas a base de números primos, dormía sobre la piel de una boa y enamoraba a las adolescentes describiéndoles el rojo escarlata de las amapolas. Recuerdo también a J. J., que un día, viendo un partido de baloncesto en su televisor, descubrió maravillado que todos los jugadores negros proyectaban sobre el parquet largas sombras blancas. Y sobre todo, recuerdo a R. R., vivía también solo (todos mis amigos, en realidad, vivían solos), en un piso de trescientos metros cuadrados rodeado de gatos con mirada humana que le reconocían como padre y le amaban apasionadamente. ¡Ah, sí, muchas veces pienso todavía en mi inefable y queridísimo R. R.! ¡Si usted supiese cuántas noches nos hemos pasado en blanco hablando sobre Dios y sobre el infinito! ¡Si usted supiese cuántas confidencias nos hicimos en el centro de aquel círculo de ronroneantes y solícitos felinos, mientras fuera, en las calles, resonaban las sirenas y los silbatos de la policía! R. R., señorita, amaba profundamente a los animales y descubrió que esas incomprendidas criaturas, privadas del don de la palabra, sienten también la necesidad de ser amados por los hombres. ¿Por qué crees Armando, me preguntaba, que los pulpos viven cerca de la costa, a un tiro de piedra del pequeño pueblo de pescadores? ¿Por qué crees que en las noches de plenilunio se encaraman a las rocas y proyectan sus grandes ojos fosforescentes hacia los hombres que pasean por el malecón? Aquel dulce amigo, señorita, amaba incluso a los insectos (por los que casi todos los hombres sienten una repugnancia invencible), y más de una vez me confesó que por las noches, al regresar a su casa, las cucarachas acudían en procesión a recibirle a la puerta, agitando las antenas con tanto alborozo como los perros mueven la cola. En fin, l que quiero decirle es que todos aquellos amigos desaparecieron, se esfumaron en sus respectivas magias, y me dejaron solo. Si, claro, no murieron todos, algunos consiguieron casarse, pero ésos dejaron de importarme. Y yo dejé de interesarles a ellos. ¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Cree que envidio a los amigos que consiguieron casarse? No, no, nada de eso. La envidia es un sentimiento que nace de la contemplación de la felicidad o de un bien del prójimo, pero yo no creo (y se lo digo con el corazón en la mano), que el simple hecho de estar casado sea, por sí solo, motivo de envidia. En fin,, sea como sea, lo cierto es que esta ciudad se despobló de amigos y que, cuando regreso aquí, después de pasarme tres meses en la selva, empiezo a sentirme solo antes de que acabe de deshacer las maletas. (…)

El cazador de leones. Javier Tomeo.

lunes, 13 de julio de 2009

LECTURA Y LIBERTAD II


El lector apasionado tiene cuatro libros sobre la mesa. Los cuatro por leer. Esta tarde hha ido a la librería y después de una hora paseando entre las mesas de novedades y repasando, en las estanterías, las cubiertas de los libros de aquellos autores que ma´s le gustan, ha escogido cuatro. Uno es un libro de cuentos de un escritor francés de quien le gustó mucho, hace años, una novela. La siguiente novela que publicó no le gustó tanto como aquella primera (de hecho, no le gustó nada), y ahora ha comprado este libro de cuentos con la esperanza de reencontrar todo lo que le había encantado años atrás. El segundo libro es una novela de un escritor holandés de quien intentó leer las dos novelas precedentes, pero sin mucho éxito porque, al cabo de pocas líneas, tanto la una como la otra se le cayeron de las manos. Curiosamente, eso no ha hecho que renuncie a intentarlo de nuevo. Curiosamente, porque de ordinario, cuando a un escritor no le aguanta veinte líneas de un primer libro, quizás lo vuelve a intentar con el segundo pero nunca con el tercero, salvo que los críticos en que confía sean especialmente elogiosos con él, o que algún amigo se lo haya recomendado fervorosamente. Pero en este caso no ha sido así. ¿Cómo es, por tanto, que ha accedido a intentarlo de nuevo? Quizá por el inicio. Ese inicio que dice. “el botones irrumpió gritando: “¡Señor Kington! ¡Por favor, señor Kington!” Kington estaba en el hall del hotel Ambassador, leyendo el periódico, y estaba a punto de levantar la mano cuando se le ocurrió que nadie, absolutamente nadie, sabía que estaba allí. Ni siquiera levantó la mirada cuando pasó el botones. Sería la decisión más inteligente que nunca hubiera tomado.”
El tercer libro es también una novela, la primera novela de un autor americano de quien no ha oído hablar nunca. La ha comprado porque, a pesar de la cita inicial (“Ah, cómo brillan sus tejas en la florida alborada, cuando los gallos con sus cantadas turban la calma del dormitar…”), la ha hojeado brevemente y le ha atraído. El cuarto libro es de cuentos, de un autor también holandés e inédito hasta aquel momento. ¿Qué le ha atraído del libro? Si ha de ser sincero, de entrada, la desmesurada abundancia de iniciales: hay tres de ellas (A., F., Th.) antes de las tres palabras que forman el apellido. En total, seis palabras: tres para el nombre y tres para el apellido. Además, la primera de las palabras del apellido es “van”. Adora los apellidos que empiezan por “van”.
¿Cómo es, por cierto, que de los cuatro libros que el lector apasionado tiene sobre la mesa, dos (el 50 por ciento exacto) son holandeses? Porque la celebración de la feria del libro de la ciudad, dedicada este año a la literatura neerlandesa, ha hecho, por un lado, que estas últimas semanas las editoriales hayan publicado más autores de aquella lengua y, por otro, que las principales librerías de la ciudad le dediquen mesas especiales, reuniendo en ellas tanto estas novedades como libros de autores holandeses y flamencos publicados años atrás y que, desde que dejaron de ser novedad, acumulaban polvo en el almacén de la distribuidora. El lector apasionado tiene los cuatro libros delante y no sabe por cuál empezar. ¿Por los cuentos del francés de quien le gustó una novela hace unos años? ¿Por la novela del joven americano de quien no sabe nada? Así, si (como hay grandes posibilidades) le decepciona inmediatamente, ya habrá eliminado uno de los cuatro y el dilema será sólo entre los otros tres. Claro que lo mismo puede pasarle con la novela del holandés que se le cayó de las manos, justo en la primera página, en dos ocasiones anteriores. El lector abre el segundo libro y lo hojea. Abre el tercero y hace lo mismo. Hace lo mismo con el cuarto. Podría decidirse a partir de la tipografía, el tipo de papel… Intenta que algún elemento del libro (alguna frase aislada, el nombre de algún personaje) le haga decidirse. La misma disposición de la página. Los párrafos, por ejemplo. Sabe que muchos autores luchan por abrir párrafos con regularidad, convenga o no, al texto, porque creen que así el lector, cuando vea la página poco apretada, se sentirá más atraído por ella. Pasa lo mismo con el diálogo. Un texto esponjado, con abundancia de diálogos, es (según la norma al uso) atractivo para la mayoría de la gente. Puede ser que4 en general sea así, pero a este lector en concreto le pasa exactamente lo contrario: la abundancia de puntos y aparte le da mala espina. Tiene un prejuicio contra ellos, simétrico al prejuicio que los amantes de la abundancia de párrafos tienen contra la escasez de puntos y aparte, que encuentran aburridísima o petulante.
¿Por cuál empezar? La solución sería, como hace a menudo, empezarlos todos a la vez. A la vez a la vez no, claro: pasando de uno a otro; igual que no se ven nunca seis canales de televisión a la vez, sino que pasas de uno a otro. Siempre, evidentemente, hay un libro que abre primero y del que lee un párrafo, un cuento, un capítulo, el 20 por ciento del las páginas, antes de pasar a otro. El problema, aquí, es que no se decide por cuál empezar. Se levanta y enciende un cigarrillo. ¿Por qué encender un cigarrillo es una solución para cuando no se sabe qué hacer? Encender un cigarrillo sirve para demostrar que estamos pensando, que meditamos intensamente, que recordamos, que esperamos a alguien (apartando de vez en cuando la cortina para echar una ojeada a la calle), que nos impacientamos (en la sala de espera de la maternidad, con el suelo lleno de colillas). Se enciende un cigarrillo después del coito; se enciende un cigarrillo para apagarlo en la ingle de la amante masoquista y excitarnos aún más. Se enciente un cigarrillo para buscar la inspiración, para que la nicotina nos ayude a no dormirnos, para no comer cuanto tenemos hambre y no podemos o no queremos hacerlo. El lector apasionado da la última calada y vuelve a la mesa. Los cuatro libros están allí y, al lado, la bolsa de plástico con el logotipo rojo de la librería. Cae la noche, pasa una moto, se oye una radio. ¿Se oyen muchas radios en las novelas? Si, de repente, los cuatro libros desapareciesen, desaparecería también el dilema: por cuál empezar. Coge la novela del americano. La abre por la primera página. Pasa el dedo con fuerza por la separación entre las dos hojas, para que se mantenga abierto, y lee: “Justo cuando la enfermera estira la sábana para cubrirle la cara, el muerto abre los ojos y musita alguna cosa incomprensible. La enfermera chilla, suelta la sábana, dice el nombre del paciente, le toma el pulso. Corriendo, sale al encuentro del médico. “¡Doctor, el enfermo de la 114 no está muerto!” “¿Cómo que no está muerto?” “No está muerto. Ha abierto los ojos, de repente. Le he tomado el pulso…” El médico intenta disimular la contrariedad que aquella noticia le provoca.”
El lector cierra el libro. El inicio es el mejor momento de un libro. La primera frase, el primer párrafo, la primera página. Las posibilidades son, siempre, inmensas. Todo tiene que ir viniendo aún, poco a poco, a medida que los caminos que hay al inicio vayan esfumándose y finalmente (es decir, al final) sólo quede uno de ellos, generalmente previsible. ¿Conseguirá el escritor mantenernos seducidos hasta la última página? ¿no habrá un momento, dentro de cinco, dieciocho o ciento sesenta y siete páginas, en que la seducción se romperá? Nunca un relato es tan bueno como el abanico de posibilidades que ofrece justo cuando empieza. No se trata, en ningún caso, de que el lector tenga que prever las continuaciones posibles, y encontrar alguna mejor que las que le ofrece el escritor. De ninguna manera. ¿Cómo continuaría él la historia del hombre uqe lee el periódico en el hall del hotel Ambassador y, cuando gritan su nombre, no contesta? No lo sabe ni le interesa encontrarle alguna continuación. Es aquel momento de indecisión, en el que se reparten las cartas, lo que le atrae. El planteamiento le recuerda vagamente aquella película de Hitchcock con un Cary Grant a quien confunden con otro hombre en el hall de un hotel. Pero no le interesa lo más mínimo pensar en ello. Escribir su continuación, sea cual sea, tiene que llevarlo a la imperfección.
Los escritores se equivocan cuando desarrollan los planteamientos iniciales. No deberían hacerlo. Deberían, sistemáticamente, plantear inicios y abandonarlos en el momento más sugerente. Es en ese momento del inicio cuando las historias son perfectas. ¿Es que no pasa igual con todo? ¡Claro que sí! No sólo en los libros, sino también en las películas o en las obras de teatro. Y en la política. Si eres tan inocente como para creértelo, ¿no es mil veces más interesante, positivo y entusiasmador el programa político de un partido que su ejecución una vez elegido para gobernar? En el programa todo es idílico. En la práctica, nada se respeta, todo se falsea; la realidad impone su crueldad erosionadota. Y (en l vida que está fuera de los libros) el inicio de un amor, la primera mirada, el primer beso, ¿no son más ricos que lo que viene después, que inevitablemente lo convierte todo en fracaso? Las cosas tendrían que empezar siempre y no continuar nunca. La vida de un hombre, ¿no es riquísima en posibilidades, a los tres años? ¿Qué será de ese chico que ahora apenas empieza? A medida que avance, la vida lo irá marchitando todo: de todas las expectativas cumplirá bien pocas, y eso si tiene suerte. Con los libros pasa exactamente lo mismo. Pero así como el lector apasionado no puede parar la vida si no es tomando la decisión de cortarla, los libros sí puede pararlos en el momento más esplendoroso, cuando las posibilidades son aún más numerosas. Por eso nunca acaba ninguno. Sólo lee los inicios, las primeras páginas como máximo. Cuando el abanico de bifurcaciones de la historia se va reduciendo y el libro empieza a aburrirle, lo cierra y lo coloca en la estantería, por orden alfabético del apellido del autor.
La decepción puede producirse en cualquier momento. En el primer párrafo, en la página 38 o en la penúltima. Una única vez llegó a la última página de un libro. A punto de empezar el último párrafo (un párrafo corto, de aproximadamente un tercio de página) sin que se hubiese producido la decepción, tuvo miedo. ¿Y si aquel libro no le decepcionaba ni en la última línea? Era del todo improbable; seguro que, aunque fuera en la última palabra, la decepción llegaría, como había llegado siempre. Per, ¿y si no? Por si acaso, apartó la vista rápidamente, a cinco líneas del final. Cerró el libro, lo colocó en su lugar y respiró a fondo; aquella demostración de firmeza le permite continuar fantaseando que, más tarde o más temprano, (el día menos pensado, en cuanto por fin se decida), tendrá el suficiente coraje para dejar de aplazar cada vez la decisión definitiva.

“Los libros”, en Ochenta y seis cuentos. Quim Monzó.
Compactos Anagrama, 11,00 euros precio editor.

domingo, 12 de julio de 2009

Comienzo

Entre fiebres y mareos he terminado este magnífico libro -que ya forma parte de mis favoritísimos- del que os traigo su comienzo; si no hubiera tenido la fiebre yo misma, ya me la habría dado el libro -con su genialidad.
Millones de gracias y tarros bien grandes de dulce de leche a todos los que me habéis recomendado que conociera a Manuel Puig.




CAPÍTULO UNO

_ A ELLA se le ve que algo raro tieene, que no es una mujer como todas. Parece muy joven, de unos veinticinco años cuanto más, una carita un poco de gata, la nariz chica, respingada, el corte de cara es… más redondo que ovalado, la frente ancha, los cachetes también grandes pero que después se van para abajo en punta, como los gatos.
_ ¿Y los ojos?
_ Claros, casi seguro que verdes, los entrecierra para dibujar mejor. Mira al modelo, la pantera negra del zoológico, que primero estaba quieta en la jaula, echada. Pero cuando la chica hizo ruido con el atril y la silla, la pantera la vio y empezó a pasearse por la jaula y a rugirle a la chica, que hasta entonces no encontraba bien el sombreado que le iba a dar al dibujo.
_ ¿El animal no la puede oler antes?
_ No, porque en la jaula tiene un enorme pedazo de carne, es lo único que puede oler. El guardián le pone la carne cerca de las rejas, y no puede entrar ningún olor de afuera, a propósito para que la pantera no se alborote. Y es al notar la rabia de la fiera que la chica empieza a dar trazos cada vez más rápidos, y dibuja una cara que es de animal y también de diablo. Y la pantera la mira, es una pantera macho y no sabe si es para despedazarla y después comerla, o si la mira llevada por otro instinto más feo todavía.
_ ¿No hay gente en el zoológico ese día?
_ No, casi nadie. Hace frío, es invierno. Los árboles del parque están pelados. Corre un aire frío. La chica es casi la única, ahí sentada en el banquito plegadizo que se trae ella misma, y el atril para apoyar la hoja del dibujo. Un poco más lejos, cerca de la jaula de las jirafas, hay unos chicos con la maestra, pero se van rápido, no aguantan el frío.
_ ¿Y ella no tiene frío?
_ No, no se acuerda del frío, está como en otro mundo, ensimismada dibujando a la pantera.
_ Si está ensimismada no está en otro mundo. Esa es una contradicción.
_ Sí, es cierto, ella está ensimismada, metida en el mundo que tiene adentro de ella misma, y que apenas sí lo está empezando a descubrir. Las piernas las tiene entrelazadas, los zapatos son negros, de taco alto y grueso, sin puntera, se asoman las uñas pintadas de oscuro.(...)

El beso de la mujer araña. Manuel Puig.

domingo, 5 de julio de 2009

LECTURA Y LIBERTAD I

Foto: encontrada en internet.

REPORTAJE: IDA Y VUELTA
Libertad de la novela
ANTONIO MUÑOZ MOLINA


Una novela es la libertad. El acto físico de abrirla es tan simple, tan rotundo, tan cargado de sentidos posibles, como el de abrir una puerta, una puerta de salida y una puerta de entrada. Hasta la tapa del libro parece una puerta que se abre. Salimos de algo y entramos en algo, cruzamos un umbral que se despliega entre nuestras manos, y al principio, como en algunos lugares misteriosos, nos encontramos en la sombra, y sólo gradualmente se acostumbran los ojos a la nueva claridad que irradia del interior del libro. En la casa de veraneo de sus abuelos Proust se encerraba a leer en un retrete con una pequeña ventana desde la que veía el campanario del pueblo. Juan Carlos Onetti leía de niño encerrado en un armario, a la luz de una linterna, acompañado por un gato al que acariciaba tan silenciosamente como pasaba las páginas, y decía que la causa de su mala vista era haber gastado los ojos leyendo en aquel refugio. Muchas tardes de verano yo he leído en un granero lleno de trigo recién cosechado, y en el tacto del papel había residuos del polvo de la trilla.


Empezar a leer se parece mucho a empezar a escribir: es encontrar un hilo y seguirlo, escuchar una voz y dejarse hechizar

Pero no siempre logra uno ese estado de encierro gustoso, de inmersión en aguas muy profundas, ese fervor de libertad en el interior de una novela. Tan necesarias como el libro en sí son las circunstancias: muchas páginas y mucho tiempo por delante, sin distracciones, sin estorbos, con un grado de concentración que según nos dicen cada vez es más difícil, pero sin el cual la experiencia integral de la novela no llega a cumplirse. A lo largo de dos viajes sucesivos en tren y de las ocho horas de un vuelo transatlántico yo he tenido esa oportunidad de lectura perfecta, y también la suerte de haber hallado el libro preciso para satisfacerla, una novela recién publicada que un amigo me trajo de Londres justo cuando preparaba el equipaje, The Winter Vault, de Anne Michaels.

Yo no sabía nada de esta autora. Tan sólo recordaba el título de una novela anterior, Piezas en fuga, que tuve en casa y no leí cuando se publicó hace años en español. Después he sabido que no es partidaria de dar demasiada información sobre su propia vida para que ese conocimiento no interfiera en el encuentro del lector con el libro, que debería ser lo más limpio posible. "De verdad creo que leemos de manera distinta un libro cuando sabemos incluso los detalles más banales de la vida de su autor", ha dicho. Es verdad que yo me he beneficiado de mi ignorancia: el deseo de la lectura lo despertó el título de la novela, La bóveda de invierno, y también un indicio sobre el argumento: en 1964 un ingeniero recién casado viaja con su mujer a la región del Alto Nilo para trabajar en el salvamento del templo de Abu Simbel, que habría sido anegado por las aguas de la presa de Asuán. Nada más. La libertad de la novela es también nuestra potestad de entrar en ella sin obligaciones ni prejuicios y decidir soberanamente si seguiremos leyendo o la dejaremos al cabo de unas páginas, porque en ese reino privado no obedecemos a nadie ni nos dejamos coaccionar por la opinión de otros que parezcan saber más y ni siquiera por la presión inmensa de lo que parece gustarle a todo el mundo. De nuestras preferencias o rechazos soberanos no tenemos que dar cuenta a nadie. La novela existe para nosotros en ese espacio de intimidad que nos protege tras la puerta cerrada de la lectura.

En el fondo, empezar a leer se parece mucho a empezar a escribir: es encontrar un hilo y seguirlo, escuchar una voz y dejarse hechizar y guiar por ella. La voz de Anne Michaels, despojada de biografía, de información, de prejuicios a favor o en contra, empecé a escucharla con una claridad singular cuando abrí su novela junto a la ventanilla del tren que me llevaba al norte, y luego me acompañó en la habitación de un hotel y en otra travesía de vuelta por los verdes cantábricos que se disolvían después en los ocres y amarillos de las llanuras de Castilla. Subí al avión y en cuanto me abroché el cinturón de seguridad ya abrí la novela para que la voz me acompañara, y mi viaje sobre el Atlántico se correspondía con los que emprenden los personajes de la novela, el ingeniero Avery y su mujer, Jean, sus idas y vueltas entre Canadá y Egipto, entre el dulce amor compartido y la desgracia y el remordimiento, y también los viajes que se cuentan el uno al otro, los que se enredan con sus vidas y los que les dieron origen y permitieron que se encontraran. La voz de la novela está hecha en realidad de muchas voces que se escuchan también en ella, y que no se pierden en el clamor general, tan poderoso sin embargo como el de los ríos que alimentan literalmente el fluir de la trama, el San Lorenzo, en Canadá, el Nilo, y de golpe -con esa sorpresa de la lectura que sólo es plenamente efectiva cuando se carece de información previa- el Vístula, el río de Varsovia. En 1945, al otro lado del Vístula, las tropas soviéticas permanecían detenidas mientras los alemanes aplastaban sanguinariamente la sublevación de los polacos y mientras metódicamente minaban y demolían una ciudad entera ya convertida en cementerio.

"No hay dos hechos tan apartados entre sí que no puedan juntarse", dice uno de los héroes de la novela, otro ingeniero, el padre de Avery, que alentó en su hijo desde que era niño el amor por las máquinas y por las grandes obras públicas, por la capacidad humana de comprender y transformar el mundo. La nieve de las cumbres que se ven a lo lejos desde el interior de una selva africana será luego el agua del gran río que fluye por el desierto. El empeño colosal de domar su corriente para que haga fértiles campos de cultivo y produzca la electricidad que mejorará las vidas de millones de personas también traerá consigo una escala de destrucción formidable: paisajes, aldeas, formas de vida, mundos enteros arrasados, miles o centenares de miles de otras personas que son despojadas de todo sin que se les pida su opinión en nombre de un progreso del que ellas no se benefician. Los ingenieros desmontan piedra por piedra el templo de Abu Simbel y lo reconstruyen en otra parte, pero el templo ya es una falsificación. Terminada la guerra la Ciudad Vieja de Varsovia es levantada de nuevo por los supervivientes, pero cuando más se parece a la que fue destruida más mentiroso resulta el simulacro.

La novela es la libertad: Anne Michaels acumula en la suya vidas inventadas, hechos históricos, informaciones sobre ingeniería y sobre botánica, exactitudes de la poesía y de la ciencia, y en esa acumulación hay un desbordamiento de abundancia y un rigor de arquitectura sin peso. La puerta de la novela da a las latitudes del mundo y a las bóvedas más secretas de la experiencia humana.

Piezas en fuga. Punto de Lectura. Madrid, 2001. 400 páginas. 7,60 euros.

http://www.elpais.com/articulo/semana/Libertad/novela/elpepuculbab/20090704elpbabese_5/Tes

viernes, 3 de julio de 2009

lunes, 29 de junio de 2009

martes, 16 de junio de 2009

Durabilidad, o del concepto de lo obsoleto y lo perecedero.


(Para G., con toda la tristeza de la muerte y toda la alegría de la vida unidas en un mismo día).



Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo
porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.

No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los colgábamos en la cuerda junto a otra
ropita, los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.

Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la
borda, incluyendo los pañales.

¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A nuestra generación siempre le costó
tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el
bolsillo y las grasas en los repasadores.

¡¡¡Nooo!!! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y
ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es
que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la
computadora todas las navidades.

¡Guardo los vasos desechables!

¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!

¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos!

¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos!

¡Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida!

¡Es más!

¡Se compraban para la vida de los que venían después!

La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas de loza.
Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el
barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces.

¡¡Nos están fastidiando! ! ¡¡Yo los descubrí!! ¡¡Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se
quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica.

¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de las Nike?

¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommiers casa por casa?

¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?

¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?

Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más basura.

El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.

El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!

¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de... años!

Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy
hablando del siglo XVII)

No existía el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban
rodando las quemábamos en la Fiesta de San Juan.

Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban.. De 'por ahí' vengo yo. Y
no es que haya sido mejor. Es que no es fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el 'guarde y guarde que
alguna vez puede servir para algo', pasarse al 'compre y tire que ya se viene el modelo nuevo'.

Mi cabeza no resiste tanto.

Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que,
además, cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real.

Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya
si era un nombre como para cambiarlo) Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no.
Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.

Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en
el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del
segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que
entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?

¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente, no se valoran y se vuelven desechables con la misma
facilidad con la que se consiguieron?

En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el
segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos..
¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡¡Guardábamos las chapitas de los refrescos!! ¡¿Cómo para
qué?! Hacíamos limpia-calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a
una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las
martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la
escuela. ¡Tooodo guardábamos!

¡¡¡Las cosas que usábamos!!!: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que
nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en
el tercer y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Tubitos de plástico
sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón.
Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor.

Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo,
inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se
convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de
sardinas o del corned-beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las
primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o
frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que
algo viviera menos que un jazmín.

Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían para todo: para hacer plantillas
para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver.
¡¡¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de carne!!!

Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y
las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún medicamento no traía
el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba
prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros
Richmond se volvían cinturones y posa-mates y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se
amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la
inscripción a mano en una sota de espada que decía 'éste es un 4 de bastos'.

Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban
sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.

Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas
generaciones deciden 'matarlos' apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a
nada: ¡¡¡ni a Walt Disney!!!

Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: 'Cómase el helado y
después tire la copita', nosotros dijimos que sí, pero, ¡¡¡minga que la íbamos a tirar!!! Las pusimos a vivir en
el estante de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta
teléfonos.. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se
convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en
portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.

Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. ¡¡¡Ah!!!
¡¡¡No lo voy a hacer!!! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el
matrimonio y hasta la amistad son descartables.

Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad
que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a
mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy
a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges
se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que
valoran más a los lindos, con brillo y glamour.

Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas,
tendría que plantearme seriamente entregar a la 'bruja' como parte de pago de una señora con menos kilómetros y
alguna función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la
'bruja' me gane de mano y sea yo el entregado.

Hasta aquí Eduardo Galeano.

Para mayores de 40. Eduardo Galeano


(Muchísimas gracias a la persona que me lo envió).

sábado, 30 de mayo de 2009

Del éxtasis y de los recuerdos de los amores juveniles





(…)Wagner pasa, encima de los unos y de los otros, agitando sus negras y largas alas de vampiro.


* * *


Cerráronse los ojos verdes de Luis Moro, y a diferencia de los que ya dormían, la embriaguez del éxtasis se apoderó de él, hecha de sensualidad y también de un como desprenderse del espíritu, de modo que la sensación de que volaba, libre y trémulo, dentro del rumoroso aleteo wagneriano, se intensificó extrañamente. Sólo la mano asida de Clara Musto lo mantenía unido a su asiento y a la realidad, como el hilo que domina la liviana cometa. Volaba Luis, entre los títulos de óperas que ya enumeramos; entre los de los compositores igualmente diversos -Haydn, Gounod, Donizetti, Bellini, Beethoven, Berlioz, Mozart, Rossini, Schuman, Meyerbeer, Bizet, Cherubini, Gluck, Wagner, Chopin, Verdi-, que aparecían y desaparecían en la elevada penumbra; entre el friso de notas musicales con las cuales juegan los amorcillos, coronando el proscenio; entre las áureas mujeres esculpidas sobre los palcos avant-scène; volaba y si por momentos sus ojos se abrían y abandonaba la atura, era hasta que una nueva ráfaga de violines lo levantaba en vilo. Entonces sentía que si su liberación fincaba en el delirio de esa música, sentía asimismo que su seguridad dependía de la firmeza de esa mano, porque él no era más que un pobre muchacho poeta que hacía siete meses le había confiado a Alejandro su fragilidad y su incertidumbre, y ahora se las iba entregando a Clara. Necesitaba amar y que lo amasen, como necesitaba respirar. Los tres meses del abandono de Alejandro, los pasó como si fuese un espectro, en todo caso, un ser mecánico, que repetía diariamente las actitudes iguales, sin conciencia exacta de lo que sucedía alrededor. Y esta noche, de súbito, cuando se aprestaba a reiterar los gestos, a buscarlo a Alejandro Gonzálvez, a vigilarlo en el teatro, a espiarlo a la salida, se le ofrecía una puerta de escape y una posibilidad de asilo. ¿Cómo no apresurarse, aún a riesgo de cometer una nueva equivocación, a no perderlos? ¿Cómo no inventar enseguida la presencia del amor imprescindible, a la espera de que el auténtico amor, convocado por el simulacro, se manifestase? Apretaba la mano de Clara Musto, y Clara, asombrada y maravillada por la repentina comunicación con ese muchacho tan hermoso, a quien en la Facultad tachaban de huraño, retenía los dedos de Luis entre los suyos y los recorría entre falange y falange, finos y exquisitamente modelados, como si recorriese la cera de una bella escultura. La joven inclinaba de cuando en vez la cabeza, y su pelo suave y lacio caía sobre la mano refugiada y cautiva de Luis. Ese contacto lo excitaba, lo hacía estremecer, como si Clara estuviese desnuda. Entonces tornaba a cerrar los párpados, y Wagner lo alzaba en el aire, hasta el círculo de los nombres pintados de los maestros, que giraban en torno, sostenidos como él, como el propio Luis Moro, por el nervioso impulso de la orquesta.



* * *


De El Gran Teatro. Manuel Mujica Láinez, 1979.

lunes, 18 de mayo de 2009

Réquiem


Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.

Réquiem con tostadas. Mario Benedetti

Adiós al poeta del compromiso



Descanse en paz.

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