lunes, 30 de junio de 2008

En busca del autor perdido en territorio salvaje




(Guindilla, te copio la foto, ¿vale? Me gustó muchísimo y me viene muy bien, ya que "aquí" no las veo).


Después de acertar (en este caso nunca mejor dicho, porque ni por intuición ni por conocimientos, sino por azares de las búsquedas interneteras) el autor propuesto por el Doctor Krapp en su blog Círculo de los Suicidas Perezosos (link en la columna de la izquierda de esta página), Louis-Ferdinand Cèline, procedo a copiar un texto para que todo aquél que quiera jugar lo haga. Ya saben que pueden participar todas las personas que quieran, con el requisito de que tengan un blog (si es que tienen posibilidades de ganar para, una vez recogido el trofeo pertinente, cambiar de campo de juego e ir todos a leer su párrafo para buscar su autor.
Si hay más dudas pueden buscar todo sobre el juego en el blog del señor don Fermín Gámez, creador, fundador e iniciador de este juego -también con el enlace a la izquierda de esta página (Contra Poeticam).

Mi pista es:

Anoche terminé 2666. Me encantó. Comprendo que es un libro que no le puede gustar a todo el mundo. Pero Bolaño no le puede gustar a todo el mundo. El libro es Bolaño. Incluso la parte más pesada, la de los crímenes, que me costó bastante por un lado, pero por otro no me perdí ni una línea y, a pesar de lo macabro, morboso, monstruoso; la obsesión y la repetición me resultaba como una letanía relajante...

La idea que se repite tanto en el prólogo como en la nota final de si era mejor o no publicarlo todo en un solo volumen o en cinco me hizo pensar en justificaciones... Es a lo que me suena. Pero no encuentro razones para ello.
En fin, no sigo con esto, que me desvío del tema; el caso es que hoy voy a comenzar otro libro (los gritos y contenedores usados como tambores durante toda la noche con ocasión de la victoria futbolística del equipo español me impidieron hacerlo anoche) y quiso la casualidad que al ser de pequeño formato o libro de bolsillo (siempre me ha llamado la atención la denominación, pues ¿qué bolsillos tienen ese tamaño? ¿o se refiere a que se puede comprar con el dinero que se puede llevar en un bolsillo normalmente?) lo haya traído al trabajo hoy.

Quién me iba a decir a mí que me iba a venir bien para poder poner ya un párrafo sin más esperas y escogido al azar, sin necesidad de ir más lejos.

Ahí va:

"Lo que no dejaba de sorprenderme es que todos hubieran creído que yo era A. Llegué a decirme que había interpretado extraordinariamente bien mi papel, pues de lo contrario no me explicaba que en ningún momento nadie hubiera puesto en duda mi identidad. ¿Tanto me parecía yo a A.? Me sentía casi molesto, como el adolescente que está contra su padre y de pronto descubre con fastidio ante el espejo que acaba de hacer un gesto muy parecido a los de éste."

No, no viene en internet. Podéis comenzar a preguntar lo que queráis, que yo contestaré lo que me dé la gana. Si puedo.

¡Suerte! Y no digo que gane el mejor porque esta última vez no ha sido así, y todos tenemos derecho a un pedacito de gloria sin que sea necesariamente salir en la tele cinco minutos...


Nota: hay pistas por todas partes escondidas como Wally por el texto que acabo de escribir.

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AUTOR ENCONTRADO: ENRIQUE VILA-MATAS, EN "LEJOS DE VERACRUZ", PÁGINA 186 EN LA EDICIÓN DE LA COLECCIÓN COMPACTOS DE LA EDITORIAL ANAGRAMA; "A." DE ANTONIO, XD. GANADOR DEL JUEGO QUE RECIBE NUESTROS HONORES: OMAHA. EL JUEGO CONTINÚA EN CONTRA POETICAM: http://contrapoeticam.blogspot.com/

domingo, 29 de junio de 2008

El Pozo II

El Pozo

<----- Espiral. Lola Massieu


EL POZO

El charlatán predica delante del pozo. "Quien se tire dentro", dice, "será feliz". Los que nos detenemos a escucharlo contenemos la curiosidad con una expresión incrédula. Pero estamos atentos. Por un lado, porque el hombre sabe hacerse escuchar y, por otro, porque no tenemos nada mejor que hacer. A diferencia de otros pozos, éste se hizo popular cuando, con la ayuda de una megafonía sensacionalista, el charlatán empezó a anunciarlo como si de una atracción de feria se tratara. No cobra entrada, sólo pide la voluntad. Después de semanas de pensar mucho en ello, un día me tiro. Previamente le pago lo que considero justo a cambio de escucharle decir "serás feliz", así, sin dar más detalles. En un primer momento, la excitación me impide experimentar nada especial. Caigo, eso sí que lo noto, y también percibo que el pozo es muy oscuro, y que el agujero por el que me he metido se aleja rápidamente. Sin ver nada en absoluto, siento que la oscuridad se ensancha y que, aunque no dispongo de ninguna prueba que lo confirme, no estoy solo. Grito. Vuelvo a gritar. Como nadie responde, deduzco que los demás también están gritando y que si no los oigo es porque cada cual debe de gritar para sí mismo. Caigo. Y me caigo todavía más. Nunca habría imaginado que sería un pozo sin fondo. Pero, cuando me tentó para que me tirara, el charlatán no especificó, sólo dijo que, si lo hacía, sería feliz. Y lo cierto es que, mientras me precipito hacia unas tinieblas todavía más intensas que las de hace un rato -o las de hace meses, o las de hace años, ahora eso carece de importancia-, acompañado por otros seres que tan sólo intuyo, quizá sí soy más feliz de lo que era antes. Pero resulta difícil decirlo porque de antes no me acuerdo, oye.

"Si te comes un limón sin hacer muecas", Sergi Pàmies.


¡Felicidades, Pedros y Pablos! Y ¿Paulas? Y también a las Pedras -piedras en gallego, que a mí tantísimo me gustan.

sábado, 28 de junio de 2008

¿JUEGAS A BUSCAR AL AUTOR PERDIDO?

La suerte me ha acompañado y mi intuición más subconsciente, o quizás debería decir inconsciente :P ha hecho que acertara el autor del texto propuesto por el escritor Fermín Gamez en su blog http://contrapoeticam.blogspot.com, (Bioy Casares) así que me toca ser anfitriona del juego de adivinar el autor de un texto.
Como soy novata en estas lides, seguiré con otro autor que escribe en español, pero no este libro, que está traducido en una versión del propio autor. Ya iremos hablando y perfilando al autor según vayan ustedes preguntando y sonsacándome pistas. A ver qué invento para decirles de manera que tengan suerte.

Acabo de plagiar descaradamente la entrada de Don Fermín, acomodándola a mis intereses, pero es que quiero darme prisa para proceder a teclear y entregarles el texto. Ahí va:
(CORRECCIÓN: NO ES EL PRIMER TEXTO EL QUE VALE, SINO EL SEGUNDO; Pero dejo éste para que tenga sentido todo y los comentarios efectuados. Perdón por las molestias).

"El charlatán predica delante del pozo. "Quien se tire dentro", dice, "será feliz". Los que nos detenemos a escucharlo contenemos la curiosidad con una expresión incrédula. Pero estamos atentos. Por un lado, porque el hombre sabe hacerse escuchar y, por otro, porque no tenemos nada mejor que hacer. A diferencia de otros pozos, éste se hizo popular cuando, con la ayuda de una megafonía sensacionalisata, el charlatán empezó a anunciarlo como si de una atracción de feria se tratara.".
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El texto no ha cumplido las normas, ya que aparece en internet, y, efectivamente, Omaha, es de Sergi Pàmies; podeís leer los comentarios para entender mejor lo sucedido. Así que procedo al haber incumplido una de las normas (que no esté publicado en internet el párrafo a buscar) a copiar otro, espero no equivocarme esta vez:

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No le contaba su vida, sino que sólo le daba detalles divertidos, sin cometer jamás una indiscrecion. J. apreciaba su compañía, aunque al principio encontrara raro ese tono frívolo, hasta que se dio cuenta de que la broma aguda no excluye la profundidad, sino que es sencillamente otra forma de expresión, quizás menos pegajosa y que responde a un carácter más púdico.


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La ganadora es Guinda de Plata. Se trata de Max Frisch, y su obra "No soy Stiller", un hito en mi vida, aunque fue en el 94 cuando lo leí, no sé cómo sería ahora, supongo que igual.

Como con vosotros me da vergüenza, copiaré del libro y diré que "No soy Stiller es un clásico de la narrativa contemporánea y una de las obras más representativas de Max Frisch. Se trata de un profuso tegijo de narraciones, entreverado de episodios pintorescos y tratado con agudo humor. El asunto de No soy Stiller es en realidad un problema filosófico: el del hombre que no acepta su propia personalidad e intenta desesperadamente evadirse de ella. POr otra parte, el relato brinda ocasión al autor para satirizar a fondo, implacablemente y "desde dentro", la sociedad y el mundo moral de la pequeña burguesía, esa sociedad de la que su Suiza natal es el perfecto, impecable y para él insoportable dechado".

Mi libro está editado en 1990 por Seix Barral, colección Biblioteca de Bolsillo (careto de colorada), ahí aparece el párrafo en la página 132; y el prólogo reza:

"Ves, si resulta tan difícil a cada uno escoger su propio yo es precisamente porque en ese acto la soledad absoluta se hace idéntica a la más profunda continuidad, puesto que el acto de escoger ese yo propio excluye definitivamente toda posibilidad de devenir otro y aún más: de imaginarse otro."
"Mientras la pasión por la libertad despierta en él (y despierta en el acto de escoger porque está implicada en ese acto mismo), escoge su propio yo y lucha por poseerlo como lucharía por su salvación; y es que su salvación está en ello."
KIERKEGAARD.

Recomiendo enfervorecidamente este libro, y juro por lo más sagrado (bueno, como soy atea, juro por mi gato) que el email a la Guinda trataba de cuestiones personales totalmente ajenas al juego y los blogs.

Mi más feliz enhorabuena, jaja, supongo que tendrás la alegría que tuve yo. ¡Te toca, campeona!

Nos vemos todos en el blog de mi Guindilla, http://cerezasyguindas.blogspot.com/ .


Pd.- La J. era (y sigue siendo) de Julika.
SEPTIEMBRE DE 2001

Y va de cuentos
por Guillermo Cabrera Infante

Cabrera Infante traza en esta conferencia inédita un atlas geográfico e histórico del cuento: desde la aparición de la onomatopeya hasta el arte narrativo de Borges. El autor de Puro humo (Alfaguara, 2000) también forma parte de ese mapa, como lo demuestran los tres cuentos que componen su libro Delito por bailar el chachachá.
El cuento es tan antiguo como el hombre. Tal vez incluso más antiguo, pues bien pudo haber primates que contaran cuentos todos hechos de gruñidos, que es el origen del lenguaje humano: un gruñido bueno, dos gruñidos mejor, tres gruñidos ya son una frase. Así nació la onomatopeya y con ella, luego, la epopeya. Pero antes que ella,
cantada o escrita, hubo cuentos todos hechos de prosa: un cuento en verso no es un cuento sino otra cosa: un poema, una oda, una narración con metro y tal vez con rima: una ocasión cantada no contada, una canción.
Aun antes de que aquel anónimo artista de Altamira pintara sus minuciosos murales, habría habido un autor anónimo en la zona que contara cuentos a sus compañeros de cueva sentados alrededor de una hoguera. El hombre, lo sabemos, es el único animal que hace fuego. El cuentista es el solo ser humano que hace cuentos. Esos cuentos serían, por ejemplo, narraciones de un día de caza perdido tras un ciervo blanco con un cuerno en la frente. Los cuentos no perduraron en los muros de la cueva, pero no se perdieron: fueron de nuevo encontrados, contados, en la memoria colectiva.
Siglos más tarde otro cuentista con el mismo cuento embelleció al ciervo blanco y lo hizo mito al llamarlo unicornio. La experiencia sería ajena pero ya fue suyo el tema del unicornio perdido. Muchos siglos después otro cuentista adornó con metáforas (es decir, embelleció poéticamente) a ese animal único con su único cuerno. Cuando pasaron otros siglos ya el hombre que cuenta había aprendido a escribir (y por supuesto a leer) y otros animales y otros hombres que se convertían en animales poblaron con cuentos lo que llamamos mitología pero que eran para ellos esa trascendencia que es la religión. En otro siglo, cuando ya otros hombres no creían en esa religión de dioses tan humanos que se confundían con los meros mortales, uno de ellos, un poeta llamado Ovidio, escribió Las metamorfosis. Allí de la religión no quedaban más que los cuentos que se contaron por primera vez alrededor de una hoguera en una cueva. Eso ha hecho del cuento el género literario más antiguo y más proteico.
Proteico, como sabemos, viene de Proteo, dios griego que hace su debut en la Odisea, poema hecho de cuentos. Proteo lo sabía todo de todo, pero cambiaba su forma para no ser interrogado. Es decir, lo contrario de un autor actual que nunca cambia de forma pero busca siempre ser interrogado: por la prensa, la radio y la televisión —y a veces por la policía. No creo que haya que insistir en que Proteo era una metamorfosis hecha dios. Proteo queda muy cerca de prosa, que es lo que los cuentistas cultivan. Proteico, prosaico —da igual.
Los griegos, además de Homero y su Odisea, cultivaban el cuento, y una novelita, que es lo que es Dafnis y Cloe, publicada en el año segundo de nuestra era, es un posible antecedente. Pero son cuentos los que componen como novela al Satiricón y uno de sus fragmentos más memorables es el llamado "La viuda de Éfeso", que es un cuento perfecto muchas veces citado, copiado incluso. Entre otros por Jean Cocteau, poeta tan teatral que convirtió el cuento en una pieza, cobrada para el teatro.
El cuento, pronto proteico, parece que desaparece en la Edad Media y es que se arropa con los versos del romance, en los romans courtois, donde aparece como cuentos de aventuras o el Roman de Renart, en que sirven a un fabulario, no lejos del zoológico de Esopo. En la saga arturiana (que no hay que confundir con la sopa asturiana, cuento de fabas) el romance adquiere un tono mágico, casi místico que le es exclusivo. Pero la historia paralela del amor fatal de Tristán por la bella Isolda es, como quiere Bedier, un cuento de amor, de locura y de muerte en que el aura mágica no debe nada a los modelos griegos y romanos.
Pero el cuento, siempre recomenzado, reaparece donde menos se lo esperaban los trovadores medievales —en el Oriente.

Los árabes siempre se mueven entre el harén y la arena
Las mil y una noches es la más monumental compilación de cuentos del fin de la Edad Media. Esos cuentos son la más traducida (y conocida) literatura árabe después del Corán. Sus historias ("Alí Babá y los cuarenta ladrones", "Aladino y la lámpara maravillosa" y "Simbad el marino") tienen tanta popularidad como cuando fueron traducidos a los distintos idiomas europeos. Su influencia es perceptible desde Boccaccio y Chaucer. Pero antes un extraordinario escritor español, el Infante Don Juan Manuel, incluyó en su Libro de los ejemplos más de un cuento árabe que venía de Las mil y una noches, convertida entonces en tradición oral. Al revés de lo que ocurre con los cuentos contemporáneos en Europa, Las mil y una noches tiene mil y un autores y la despabilada princesa Sherezada es un autor colectivo que cuenta con voz de mujer. Son en todo caso cuentos de encanto y hasta su título en árabe es encantador, encantatorio: Alf Layla wa Layla. De esa vasta colección de cuentos se ha rastreado su origen hasta el siglo IX después de Cristo. Su última forma es del siglo XVI. Es decir que el libro cubre con su embrujo oriental casi toda la Edad Media cristiana —a pesar de que cada comienzo de cada cuento dice: "...pero Alá es más poderoso". Después sigue una clase desconocida de poesía que las infieles y cruentas traducciones no han conseguido aniquilar. Sherezada es la más poderosa máquina de matar el aburrimiento y la crueldad del rey que siempre asesinaba a la consorte de cada noche con excepción de la cuentista, una mujer aunque amenazada amena.
Chaucer repitió el esquema en verso en sus Cuentos de Canterbury. Pero lo logró Boccaccio en prosa en su imitado, inimitable Decamerón. Es curioso que Cervantes, un artista supremo, buscara la inspiración en los cuentos italianos y no en los ejemplos del Infante Don Juan Manuel, que inclusive regaló a Shakespeare su "Mancebo que casó con mujer brava". Pero es que Boccaccio es un cuentista natural, como lo fue la cuentacuentos árabe. Cervantes, que inauguró la novela moderna, la más imitada, llamó libro al Quijote y "novelas ejemplares" a sus cuentos y declaró "que en ningún modo podrás hacer", lector, "pepitoria". Pero reveló su arte y oficio: "Mi intento ha sido poner... una mesa de trucos". Y añadió: "donde cada uno pueda llegar a entretenerse".
Un escritor cairota, Naguib Mahfuz, en sus Días y noches árabes, que el editor cataloga como novela (los editores son capaces de llamar novela a la guía de teléfonos, que no tendrá narración pero tiene personajes), este escritor, consciente, demasiado consciente, trata de hacerse una Sherezada frecuente. Pero fracasa. El libro quiere ser árabe y es sólo egipcio.
Mientras que Los cuentos negros de Cuba son mis Mil y una noches negras, contadas por una Sherezada blanca, Lydia Cabrera, para entretener las noches en vela de una amiga moribunda. Al final del libro ya la enferma estaba muerta, pero los cuentos viven en la inmortalidad de la literatura. Los he clasificado, calificado como antropoesía.
La trama que teje Sherezada cada noche, Penélope cuentista con miles de pretendientes, ha llevado a muchos escritores —desde Don Juan Manuel y Boccaccio y Chaucer— a intentar una imitación en que diversos talentos quieren emular el encantamiento árabe. Pocos lo han logrado, pero un escritor que es nuestro contemporáneo, Manuel Puig, en su Beso de la mujer araña, es una Sherezada argentina y cuenta cada noche una película que inventa para su compañero de celda, que es su visir cruel: totalmente sordo a los regalos orales que le hace Puigerezada —como es ciego a sus avances sexuales.
Edgar Allan Poe inventó con tres cuentos —"Los crímenes de la calle Morgue", "El misterio de María Roget" y "La carta robada"— él solo la literatura policial, que son el cuento y la novela de misterio. Todos los cultivadores del género recién creado fueron sus epígonos, desde Arthur Conan Doyle, originador del insólito Sherlock Holmes, hasta Dashiell Hammett y Raymond Chandler, novelistas que fueron también cuentistas y de paso renovaron el género. Una epígona (si alguien ha dicho jóvenas yo puedo decir epígona), Agatha Christie, ha dicho: "El cuento es el dominio natural de la literatura de crimen y misterio". Muchos cuentistas, casi todos anglosajones, hicieron del cuento su hábitat, que era como una casa con fantasmas. Todos siguieron el dictado de Poe, que dijo que el cuento "es una narración corta en prosa" y definió el cuento corto como una pieza literaria que "requiere de media hora a hora y media o dos para leerla". Esta es una importante manera de uso, "con cuidado". Pero hay, ¡ay!, lectores descuidados. Para éstos la mejor manera de leer es leer en el avión —un best-seller o libro que se compra porque se vende.
Los herederos de Mark Twain fueron tantos como los seguidores de Poe, pero ellos, llamémoslos humoristas, atendieron sólo al lado luminoso de la luna de Twain —sin ver sus zonas de sombra y de penumbra. El más exitoso de ellos fue Damon Runyon con sus historietas en que el bajo mundo de Nueva York aparecía poblado de gángsters sentimentales, jugadores sementales y unas cuantas mujeres de dudosa moralidad con un seso que se leía como sexo. El cine y el teatro, donde nadie lee, crearon un Runyon ilustrado para iletrados. Runyon, que hacía reír, se iba riendo al banco siempre: risa y prisa.
No sólo los cuentistas con humor han tenido éxito popular. A partir del siglo XIX también cultivaron —y fueron populares por un tiempo— esa rara planta elusiva que se llama "cuento fantástico". En Inglaterra, donde habían desperdiciado la tradición realista iniciada por Chaucer, hubo muchos autores de fantasías cuyo objeto no era inducir el sueño sino la pesadilla. Están entre otros Arthur Machen, Saki y Roald Dahl. En Irlanda, tierra de lucidas leyendas nada lúcidas, Sheridan Le Fanu fue un cuentista de misterio y terror, cuya colección In a Glass Darkly (en Dublín, ciudad alcohólica, toman el espejo, glass, como vaso y el libro se llama En un vaso oscuro) es uno de los clásicos del cuento de terror como horror. Su contrapartida fue más tarde en Estados Unidos H. P. Lovecraft, un antecedente de la ciencia ficción, género que prácticamente inventó H. G. Wells en Inglaterra. La ciencia ficción encontró en el cuento su forma perfecta para un arte imperfecto. Todos los maestros del cuento de horror anglosajón tienen, hay que decirlo, como antecedente primero, una vez más a Poe.
Hay que hacer un punto y aparte para Rudyard Kipling, tal vez el más grande cuentista inglés de todos los tiempos. Kipling no debe nada a Poe o a Mark Twain y es a Inglaterra lo que Maupassant fue a Francia y Chejov a Rusia: un cuentista natural. Comenzó publicando en periódicos indios y cuando por fin vino a Londres, que era entonces el centro del universo literario, tenía apenas veinte años. (Kipling es casi un contemporáneo —murió en 1936.) Detrás dejaba la India, aunque fue precisamente su lado musulmán lo que más le interesaba del subcontinente. Kipling cultivó todas las modalidades del cuento, del monólogo a la conversación y hay algunos cuentos que están todos hechos, como quería Sterne, de digresiones, pero también de invenciones memorables. Mucho antes que Conrad o Somerset Maugham descubrieran el mundo exótico del Oriente. Pero para Kipling, nacido en Bombay, era la vida vivida y vívida.
En Francia no tuvieron un Chaucer, pero tuvieron un maestro del cuento ya tarde en el siglo XVIII, temprano en su arte de la ironía, realizado con una inteligencia poco común. Me refiero a Voltaire, cuya obra maestra, Cándido, no es una novela sino una fábula con una moraleja en cada página. Los franceses debieron esperar todo el siglo XIX para que, al final, surgiera uno de los grandes cuentistas de todos los tiempos, Guy de Maupassant, asombroso autor de una obra maestra del género tras otra. Maupassant tuvo de maestro a Gustave Flaubert y de mentor a Émile Zola. Pero ninguno de los dos, a pesar de que tanto Flaubert como Zola escribieron cuentos memorables, pudo superar al alumno que nació para el cuento. Su influencia fue enorme en todas partes y tuvo seguidores (si no verdaderos plagiarios) en Inglaterra, Estados Unidos y Rusia.
Es en Rusia donde tiene Maupassant un rival extraordinario, Anton Chejov, que comenzó haciendo chascarrillos y chistes para la prensa y terminó trasladando sus cuentos maestros, con un arte inesperado, al teatro. Chejov, que podía reclamar para sí a Nicolai Gogol (autor de "La nariz" y "El capote", entre otros cuentos), era un admirador de Tolstoi que escribió cuentos como partes de guerra y fue contemporáneo de otro cultivador maestro de la forma breve, Iván Turgueniev. Pero la influencia mayor en el autor de "La dama del perrito" y "La cigarra" es, es evidente, Maupassant. De Chejov derivan Gorki y todos los cuentistas rusos de principios de siglo, que parecían salir de la tierra rusa —hasta que llegó Stalin y con su cultivo forzado del realismo socialista convirtió la fértil literatura rusa en un desierto con tractores.
Otro seguidor de Chejov fue en Inglaterra Somerset Maugham, maestro del cuento inglés como del relato extranjero. Fue, es todavía, un autor de una popularidad que llegó a la escena y al cine: varias películas maestras, como La carta, están basadas en sus cuentos. Maugham, en sus cuentos exóticos, está influido por las narraciones de los Mares del Sur de Conrad, y a su vez Maugham ha influido en otros cuentistas, sobre todo en los cuentos urbanos de John Cheever o John Updike, productos típicos de la revista The New Yorker.
Si James Joyce hubiera muerto después de publicar Dubliners sería todavía considerado un escritor notable y un gran cuentista. Traducir es reescribir. Traduje Dublineses y pude encontrar los tricks y tics de Joyce, pero también sus cuentos maestros originales y sombríos tanto como su escritura cómica. "The Dead" (que traduje como "El muerto") es una obra maestra dolorosa y uno de los grandes cuentos escritos en inglés, casi una novela por sus personajes inolvidables y su extensión. "The Dead" no es un antecedente de Ulises, sino una pieza acabada en sí misma de una prosa milagrosamente extraordinaria.
Habría que hablar de uno de los escritores más originales del siglo XX, Franz Kafka, inventor de la fábula con una moraleja teológica, es decir metafísica. A su vez su influencia se hace sentir en muchos escritores judíos, como Isaac Bashevis Singer o genuinamente gentiles como Milan Kundera, que lo reclama para la literatura checa, a pesar de que Kafka escribía en alemán y pertenece a la cultura talmúdica. Afortunadamente para los que no somos ni checos ni judíos ni alemanes Kafka se puede leer con un genuino deleite literario.
Un epígono de Kafka, judío como Kafka, apareció no en Checoslovaquia sino en Polonia. Se llamó Bruno Schultz, cuentista. Su Tiendas de la canela es de una originalidad delicada: una visión de la vida judía en un pueblo de Polonia que oscila entre la magia y un realismo tierno. Schultz, no debemos olvidarlo, fue asesinado por un teniente de los ss, castigo tremendo sólo por estar parado en una esquina sin hacer nada. Al revés de Kafka, nunca soñó siquiera su final. Es que el totalitarismo es siempre enemigo de la literatura.
El cuento americano del siglo XX no debe nada a Maupassant pero sí, luego, a Chejov. Su renacimiento se parece más a Twain que a Poe y comenzó, como con Twain, por una literatura regional que saltaba las fronteras del Medio Oeste para alcanzar a Nueva York y de ahí al mundo. El pionero se llamó Sherwood Anderson, patrocinador de William Faulkner y modelo de Ernest Hemingway. Su libro Winesburg, Ohio (conocido en Sudamérica y en Cuba como Las novelas de lo grotesco, aunque no son novelas sino cuentos y eso de grotesco es gratuito, pero de alguna manera es un título con gancho) contenía una nueva visión del mundo adolescente en un pueblito de Ohio y su lenguaje, cosa importante, era entre ingenuo y sabio. Faulkner, que gracias a Anderson publicó su primera novela, es famoso como novelista o, mejor, como un poeta gárrulo, pero ha escrito una media docena de cuentos memorables. Hemingway por su parte es más cuentista que novelista: un artista que renovó la prosa moderna americana con sus diálogos sofisticados para conversar con primitivos, que son de una maestría todavía actual. Su cuento "Los asesinos", en que sólo con el diálogo se da una muestra del mal en forma de una conversación aparentemente casual, revela una violencia latente que nunca se hace patente. De este breve cuento partió la renovación de la novela policial con Hammett y Chandler, que escribieron primero cuentos de mentira y de muerte. Una película reciente, Pulp Fiction, con sus diálogos recurrentes, interminables y peligrosos, no tendría lugar de no haber existido "The Killers". Su mismo título, directo y brutal, sirvió al cine desde los inicios de las películas habladas: diálogos dichos por el costado de la boca —que es como se leen, sin mover los labios, las conversaciones de Hemingway.
De los grandes escritores americanos de los años veinte, Scott Fitzgerald es el único que fue a la universidad —pero nunca se graduó. Todos, entonces, fueron autodidactas. Algunos como John Steinbeck y William Faulkner ejercieron los más variados oficios, casi siempre manuales. Ernest Hemingway se hizo periodista —que es casi un trabajo manual. El único utensilio que hay que aprender a manejar es la máquina de escribir y Hemingway siempre fue un mal mecanógrafo. Ellos eran cuentistas considerables pero su cultivo de la novela ha conseguido, con la excepción de Hemingway, ocultar su arte de cuentista. El ejemplo más a mano es Fitzgerald. Ustedes han leído o saben que hay que leer El gran Gatsby, exaltado por los críticos, favorecido por el cine con producciones en color y en blanco y negro, con Alan Ladd, el perdedor nato, y Robert Redford en una versión sosa de Alan Ladd. Algunos conocen su cuento "Un diamante tan grande como el hotel Ritz", pero pocos saben que vino de su colección de cuentos Historias de la era del jazz y nadie sabe nada de sus colecciones Jóvenes tristes todos y Toque de queda en la diana. Después de su muerte se publicaron dos colecciones de cuentos, El atardecer de un autor y Los cuentos de Pat Hobby, una compilación sorprendentemente ligera para un tema dolorosamente autobiográfico: las venturas y desventuras de un escritor de alquiler en Hollywood —donde murió el autor.
Faulkner también fue como Fitzgerald un alcohólico y como Fitzgerald también fue a Hollywood y sirvió como un alquilón de oro (o dorado), especialmente para el director Howard Hawks. Más astuto o más duro de domesticar, Faulkner iba a Hollywood pero una vez que cobraba su dinero salía corriendo a Oxford. No la universidad inglesa sino el pobre pueblo de Mississippi, en que nació y murió, en el más profundo y racista Sur. Al revés de Fitzgerald y Hemingway, Faulkner era un reaccionario público y un liberal privado. De estas tensiones están hechas no sólo sus novelas sino los muchos cuentos que escribió. A veces sus novelas como Las palmeras salvajes, cuyo hermoso título acaba de ser robado y jorobado por Oliver Stone, y Desciende, Moisés, están hechas de cuentos más o menos largos —algunas obras maestras tal "El oso". Otras de sus narraciones cortas, como "Una rosa para Emilia" y "Quemagraneros", aparecen en todas las antologías y formaron parte de la selección que hizo el propio Faulkner en sus Cuentos escogidos. Faulkner llegó a publicar un libro de cuentos —detectivescos. Se llama Gambito de caballo y el hilo conductor es una actividad que uno no asociaría con el narrador de Mientras agonizo y El sonido y la furia —el ajedrez.
Contradictorio como Faulkner fue John Steinbeck: primero comunista, luego liberal y más tarde uno de los defensores más pertinaces del presidente Johnson y la guerra de Vietnam. Aparte de sus grandes éxitos en la novela, como Viñas de ira (conocida en España por un título menos bíblico pero más vitícola, Las uvas del rencor), que es, a pesar de ciertos críticos americanos como Mary McCarthy, una obra maestra popularizada en todas partes por John Ford en sus Grapes of Wrath, Steinbeck escribió y publicó muchos cuentos y su segundo libro, Las pasturas del cielo, es una colección de cuentos. Su cuento "El caballito rojo" es una pequeña obra maestra y sus cuentos largos, como De hombres y ratones y La perla, son obras maestras de ese género, la novella, que parecen haber inventado los escritores americanos, de Henry James con Otra vuelta de tuerca, hasta Hemingway con El viejo y el mar.
Pero he venido a hablar del cuento. Cualquier intrusión de otros géneros debe considerarse una digresión. La digresión no debe considerarse nunca una agresión. Como dice Laurence Sterne, es el sol que brilla sobre la conversación. También, dirían ustedes, sobre mi monólogo.
Otro escritor contemporáneo de estos autores artistas fue un periodista que era un cuentista nato: el risueño y frágil Ring Lardner, que influyó a todos los maestros del humor americano que vinieron después. Lardner, embarcado en una misión imposible —crear el cuento de humor absurdo—, se autodestruyó por el alcohol. Otro escritor ahora olvidado, Erskine Caldwell, antes considerado el mejor cuentista del Sur salvaje, sabía mezclar el drama rural con una sexualidad que era entonces franca y atrevida pero divertida. Ahora, frente al cine, sus cuentos parecen suceder en un convento de monjas que fuman.
Lardner, sin embargo, tuvo colegas de mérito, como James Thurber, Robert Benchley y Dorothy Parker, que se lo jugaban todo al humor. Mientras, otros de sus colegas en la revista The New Yorker se fiaban pero no confiaban en el elusivo amor —que muchas veces se escribía odio, otras tedio. Tal vez el mayor maestro entre ellos fue John O'Hara, que hizo de los diálogos aprendidos de Hemingway una suerte de sabia zarabanda en que todo se fiaba a la conversación, para revelar pero muchas veces ocultar a los conversantes, conversos de una religión atea. Desde entonces no ha habido un cuentista americano tan influyente y tan leído —si exceptuamos a Raymond Carver. Ambos, O'Hara y Carver, son a su manera epígonos de Hemingway. Hay otro gran cuentista contemporáneo que no viene de la tradición americana, que no es americano pero crea su propia tradición en América, aunque su arte singular no tiene seguidores. Aparte de sus grandes novelas escribió cuentos perfectos que, cosa curiosa, casi todos se publicaron por primera vez en la revista The New Yorker. Se llama, por supuesto, Vladimir Nabokov. Se acaban de publicar sus cuentos completos, donde hay por lo menos media docena de obras maestras del género —la docena de Nabokov.
Si Los cuentos de Canterbury no tuvieron continuadores (excepto, por supuesto, en el uso del inglés: Chaucer juega en la literatura inglesa el mismo papel crucial que Dante en la literatura italiana) es tal vez porque los ingleses del siglo XVI y XVII no sabían leer pero sabían oír y apreciar la música de las palabras. Que venía de poetas dramáticos como Marlowe y Shakespeare y Ben Jonson, que eran, a su vez, sobre todo Jonson y Shakespeare, grandes cuentistas. Otro tanto ocurrió en España, donde se prefirió la novela picaresca y la comedia al cuento. Cervantes, qué duda cabe, es un gran cuentista, tanto en sus "novelas ejemplares" como en sus entremeses y en muchos de los cuentos que detienen con pasos ciertos los pasos inciertos del caballero, jinete loco, y su demasiado cuerdo escudero que va en burro a su lado. Todos sabemos que los siglos XVIII y XIX hicieron de España una tierra baldía literaria y aun el gran cuento español que recorrerá el mundo y la escena y el cine fue escrito por un francés. Se trata de "Carmen", cuyo autor, Prosper Merimée, lo situó en Andalucía pero lo escribió en París.
Como ocurrió en Estados Unidos con el cuento escrito en inglés, el cuento escrito en español se escribirá en la América hispana. Un crítico peruano llamó a América (se refería más bien a Hispanoamérica) "novela sin novelistas". Se equivocó, claro está, pero no habría errado si hubiera llamado a las Américas continente que contiene cuentos. Por lo menos, si el título no es exacto, se hubiera podido beneficiar con mi aliteración.
Thomas Colchie, traductor americano, pudo organizar una antología que tituló La hamaca bajo los mangos, que parece la descripción de un sostén, digamos, de Sarita Montiel.
Pero es una excelente colección de cuentos cortos sudamericanos. No podría sin embargo haber compilado una antología similar llamada, digamos, Los dones de Rocío Jurado, con cuentos españoles. ¿Por qué? Porque simplemente habrá tetas que contener pero no cuentos contados. En toda regla hay una excepción luchando por salir y hay que decir que una reciente colección de cuentos de Javier Marías, Cuando fui mortal, que contiene cuentos no inmorales pero sí inmortales, podría continuar la tradición creada por Don Juan Manuel, que fue nieto y sobrino de reyes, adelantado del reino de Murcia cuando Murcia era un reino. Pero no es el escritor de la nobleza lo que nos interesa, sino la nobleza del escritor —y sobre todo su popularidad: Marías ha vendido cerca de cincuenta mil ejemplares de su libro de cuentos en pocos meses.
Pero yo no he venido aquí a ensalzar a Marías sino al cuento americano o hispanoamericano, aunque tres de los más grandes cuentistas cubanos (Hernández Catá, Carlos Montenegro y Lino Novás Calvo) nacieron en España: en Castilla y en Galicia respectivamente. Lino Novás, otra sorpresa, fue el verdadero creador de esa cosa curiosa que se llama realismo mágico. Aparece en un cuento suyo, "Aquella noche salieron los muertos", mucho antes de que Alejo Carpentier formulara su teoría estética (pedida prestada a un surrealista francés) de "lo real maravilloso".
Horacio Quiroga es el primer cuentista qua cuentista (me gusta esa palabra latina, qua, porque recuerda al agua, aqua, y repetida, qua, qua, parece un señuelo para patos, qua, qua, qua), es un loco perseguido por el infortunio. Perdió a su padre en un accidente de caza (cazaba patos en la frontera de Uruguay y Argentina: ambos países reclaman su paternidad) y su padrastro se suicidó poco más tarde. Perder un padre puede ser una desgracia, pero perder un padrastro me parece un descuido. Ambos, por favor anoten, murieron muertes violentas. Pocos años después Quiroga mató a su mejor amigo en lo que se calificó por los jueces como un accidente. Quiroga se casó y no mucho después de la luna de miel (obligó a la joven esposa a pasarla en la selva más espesa de Brasil), casi no tengo que decirlo, se suicidó ella. Casado de nuevo, su esposa, como la octava que desposó Barbazul, le sobrevivió. Enfermo de cáncer de la próstata (hasta en eso fue un adelantado) Quiroga escogió el suicidio.
Me he detenido en la vida de Horacio Quiroga porque parece un violento culebrón y es más interesante que su ficción —que no es menos violenta. Uno de sus libros de cuentos se titula La gallina degollada y en el cuento que da al tomo su tono dos hermanos gemelos, idiotas ambos, tienen una hermanita que es una belleza. Pero los dos hermanos ven —o mejor, observan— cómo la madre degüella una gallina para la cena. Ellos prueban que la imitación es la madre de la experiencia y le rebanan el cuello a la hermanita.
Leí los cuentos de Quiroga, todos, de adolescente y me los creí todos. Era, ya lo adivinaron, sano de mente pero impresionable. Ahora, aunque me amenazaran con la expulsión de esta charla no los leería ni amarrado. Habrán adivinado que Horacio Quiroga era un adicto no sólo a la morfina sino a la literatura de Edgar Allan Poe.
Otro escritor de cuentos nacido en Argentina pero con la cabeza bien puesta es Adolfo Bioy Casares. A menudo se le asocia con Jorge Luis Borges, todo porque eran amigos y colaboraban en empresas narrativas. Alguien los ha llamado, a los dos, Biorges. Pero Bioy ha seguido escribiendo después de la muerte de Borges y cada vez es más individual y distinguido —no sólo de porte sino de escritura. Bioy escribió la más conmovedora historia de amor de la literatura en español de este siglo. Se llama La invención de Morel y aunque algunos la llaman novela, es una novella o cuento largo y, para mí, es perfecta. Es la mejor ilustración del consejo francés cherchez la femme.
Ahora una breve interpolación para hablar, brevemente aunque él se merece ensayos y tratados, de este gran autor: un americano que no escribe en español y que no sigue la tradición de su lengua porque está creando ambas. Me refiero a Machado de Assís, el único gran novelista sudamericano del siglo XIX, que es a la vez un cuentista extraordinario: siempre original, siempre en la vanguardia de un hombre solo. Lean como aperitivo para una cena de un Trimalción literario su cuento "El psiquiatra".
Felisberto Hernández de Uruguay era el opuesto físico de Virgilio Piñera de Cuba. No le gustaban los hombres flacos, como a Virgilio, sino las mujeres, muchas, gordas y caras: se casó cuatro veces. Al revés de Virgilio, que nunca fue musical, Felisberto (le podemos llamar Felisberto: nadie se llama así) era un músico profesional, que, cosa curiosa, era pianista de teatro pero en el foso, no para acompañar a sopranos más o menos ligeras, sino haciendo música de fondo a películas mudas. Sus vidas distintas tuvieron un final parecido pero diferente. Virgilio murió reconocido como un pederasta pasivo y había estado en la cárcel condenado por evirado. A su muerte fue llorado por poetas pederastas pero de su velorio desapareció su cadáver: las autoridades estaban convencidas de que su cuerpo presente recrearía al ausente con fines políticos. Felisberto murió de leucemia mucho más joven que Virgilio, pero su cuerpo se hinchó con tal desmesura que hubo que encontrar rápido un ataúd adecuado —que era tan enorme que no se pudo sacar por la puerta de la funeraria y salió hacia la eternidad por una ventana.
Hay un refrán latino que propone que al final se llega según fue la vida antes. Los respectivos finales de Virgilio Piñera y Felisberto Hernández fueron si no vidas, muertes paralelas. No es casualidad, me parece, que la editorial americana que publicó los Cuentos fríos de Piñera ahora publique los cuentos completos de Hernández. Pero hay que hacer notar y anotar una diferencia notable: Felisberto estaba un poco loco, Virgilio por el contrario tuvo siempre su cabeza bien dispuesta para la guillotina. No le hacía falta más que una revolución —y la tuvo.
Juan Rulfo ha llamado a Guimaraes Rosa "el más grande autor que ha surgido en las Américas este siglo". No hay que exagerar, pero Guimaraes Rosa, que escribió la mejor novela de lo que se ha llamado "realismo mágico", es un gran escritor y para regalo de ustedes (ya que su obra maestra, Grandes Sertao: Veredas es larga, compleja y metafísica) hay un volumen de cuentos suyos titulado, sugestivamente, La tercera orilla del río, que es más zen que sensacional. Hay otros compatriotas de Machado de Assís que vale la pena citar aunque sea someramente. Murilo Rubiao con su cuento "El ex mago de la taberna de Minhota", que es sui géneris, como lo son los cuentos de Ubaldo Ribeiro, sobre todo su "Fue un día distinto cuando mataron el cerdo" y el elusivo y alusivo Rubem Fonseca, que con su "Corazones solitarios" creó un escándalo internacional al prohibirlo las autoridades de su país. El escándalo llegó hasta el presidente Carter, más conocido como el Manisero, no por la sabrosa rumba habanera sino por haberse enriquecido cultivando lo que en otras partes se llaman cacahuetes. Hay otra rumba llamada "Tanta lipidia por un medio de maní" cuyo título me lleva a explicarles mi interés y hasta mi afecto por los cariocas del cuento. No hay otro país en América que se parezca tanto a la minúscula Cuba como el gigantesco Brasil: ambos tienen su musicalidad en la música y en la lengua, ambos son una mezcla de blancos íberos y negros africanos, ambos han creado una nueva religión, que se llama en Brasil macumba y en Cuba santería. Todos creemos que el ritmo no sólo está en la música sino en el habla, en los movimientos del cuerpo y en eso que en La Habana se llama el caminao. Este ensayo mío, por ejemplo, está escrito como hablan en La Habana los hablaneros.
No pienso muy bien, lo siento, de los cuentos de Rulfo, que me parecen parcos pero primitivos. Sin embargo creo que Pedro Páramo es una gran novela en pocas palabras y la mejor novela mexicana que se ha escrito —en este y en otros siglos. Lo contrario ocurre con el difunto Julio Cortázar: sus novelas son para mí aburridos ejercicios de una vanguardia a la que el tiempo ha enviado a la retaguardia. Pero sus cuentos, sobre todo los cuentos de familia, son extraordinarios y uno o dos —por ejemplo "El perseguidor", por ejemplo "La autopista del sur"— son admirables. Lo mismo ocurre con Alejo Carpentier, cuyas últimas novelas son lamentables si se comparan con las novelas que escribió en Venezuela: El reino de este mundo, Los pasos perdidos, El acoso. Pero su cuento "Viaje a la semilla" es una obra maestra del género. También lo es su cuento largo "Concierto barroco" —si se puede olvidar su final, que yo no quiero olvidar. También Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa han escrito y publicado cuentos. Pero, apreciados o despreciados, hay que considerarlos novelistas antes que nada o después de todo.
Aquí llegamos a la gran literatura no sólo regional o continental sino mundial, universal incluso. Ahora viene y la trae con ella Jorge Luis Borges. No ha habido en el idioma un escritor más grande desde que Calderón de la Barca murió en Madrid en 1681. Cualquiera que haya leído un solo cuento de Borges (y afortunadamente Borges sólo escribió cuentos y ensayos como cuentos) se dará cuenta de que está frente a un escritor excepcional. Fue Borges quien dijo de Quevedo que no era un escritor sino una literatura. Con mayor justicia se puede afirmar que Borges es una literatura. Él solo, en su lejano Buenos Aires que después de él nos queda siempre cerca, ahí al lado, al doblar de una página, sólo Borges ha hecho del cuento toda una literatura y aun más, una teoría literaria. No tengo que citarles un solo título porque ustedes los conocen todos. Pero son cuentos no para leerlos sino para releerlos, recordarlos, memorizarlos y estar siempre acompañados del asombro. No sólo de su cultura y de su humor sino también de su arte narrativo. El oportunismo político le privó de ganar el Premio Nobel que tanto anheló. Peor para el premio: no se merece a Borges. Pero sus lectores todos, todos los días, le ofrecemos el placentero desagravio de la lectura que es, argentino noble que era, nuestro premio.
No se me escapa ni, por supuesto, se les escapará a ustedes, que me he quedado corto de nombres y largo de adjetivos. Pero nunca fue mi propósito componer una guía de autores, sino dar una visión más geográfica que histórica del cuento.
Después de pasearme —como quería Anatole France que fuera la visión, no la misión del crítico— por entre obras maestras, puedo llegar a una conclusión —si es que llego. Tal vez el cuento requiera más arte que verdad. Es decir, una cantidad mayor de ficción.
Anatole France por cierto nos dio una lección sobre qué es la memoria histórica en su cuento magistral "El procurador de Judea". Regresa a Roma Poncio Pilatos y en una fiesta romana, que ustedes pueden llamar orgía, su anfitrión le pregunta a Pilatos, que ha sido procurador en Judea, por "un judío díscolo" llamado Jesús. Pilatos, una taza de vino en la mano, la toga impecable, el peinado a lo César, piensa un momento y después dice: "¿Jesús? No he conocido a nadie de ese nombre".
Por favor, no me pregunten por los autores que he olvidado. -
http://www.letraslibres.com/

jueves, 26 de junio de 2008

Qué hay que hacer para aprobar


-¿Qué hay que hacer para aprobar?
-Para aprobar hay que sacar un cinco, porque un cinco es suficiente.

Chiste copiado pero no pegado de hace muchísimos años de La Bola de Cristal, creo, del consultorio para niños de Faemino y Cansado. Aún me sigo riendo de su auténtico y magistral ingenio.

martes, 24 de junio de 2008

La constelación Bartleby



LA CONSTELACIÓN BARTLEBY

(España, 2007)
Dirección e guión: Andrés Duque. Produción: Ajuntament de Barcelona e Barcelona Activa. Duración: 23 minutos.
Realizada para a “I Muestra de Cine y Espacio” é o primeiro traballo videográfico de Duque no terreo da ficción. Esboza dúas historias inconexas entre si que gravitan, de forma máis lúdica que reflexiva, en torno á literatura. Do Bartleby, escribinte de Melville ao que alude o seu título á sociedade distópica de “Fahrenheit 451” de Bradbury, pasando polos ecos a Vila-Matas ou a cita directa a Stanislav Lem, as múltiples referencias literarias funcionan como pretexto para evocar un estado (alienación), un efecto (estrañamento) e unha adscrición xenérica (ciencia-ficción): ámbitos polos que transita a peza e que demarcan os seus posibles significados.
Fuente: (Web-CGAI).

sábado, 21 de junio de 2008

Behind blue eyes



"Cementerio de elefantes o Bosque de elefantes",
Óscar Domínguez. 1938. Óleo sobre lienzo. 58,5 x 71 cm. Colección particular.

(Trillones de billones de millones de gracias, Alma Cándida, por este fabuloso descubrimiento del autor que me has sugerido, al que conocía pero muy poco, de algún juego y tal.... y que me chifla).

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(...) Finalmente encontró a un viejo que poseía una vieja máquina francesa y que, aunque no se dedicaba a alquilarla, hacía una excepción con los escritores.

La cifra que le pidió el viejo era alta y al principio R. pensó que lo mejor era seguir buscando, pero cuando vio la máquina, perfectamente conservada, sin una mota de polvo, con todas las letras dispuestas a dejar su impronta en el papel, decidió que bien podía darse el lujo de pagarle. El viejo pedía el dinero por adelantado y aquella misma noche, en el bar, R. pidió y obtuvo varios préstamos de las chicas. Al día siguiente volvió y le mostró el dinero, pero entonces el viejo sacó una libreta de un escritorio y quiso saber su nombre. R. dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
-Me llamo A.
El viejo entonces lo miró a los ojos y le dijo que no se pasara de listo, que cuál era su nombre verdadero.
-Mi nombre es A., señor -dijo R.-, y si usted cree que estoy bromeando lo mejor será que me vaya.

Durante unos instantes ambos permanecieron en silencio. Los ojos del viejo eran de color marrón oscuro, aunque bajo la débil luz de su estudio semejaban ser de color negro. Los ojos de A. eran azules y al viejo le parecieron los ojos de un joven poeta, unos ojos cansados, maltratados, enrojecidos, pero jóvenes y en cierto sentido puros, aunque el viejo hacía mucho que había dejado de creer en la pureza.

-Este país -le dijo a R., que aquella tarde se convirtió, tal vez, en A.- ha intentado arrojar al abismo a varios países en nombre de la pureza y de la voluntad. Para mí, como usted comprenderá, la pureza y la voluntad son puro mariconeo. Gracias a la pureza y a la voluntad nos hemos convertido todos, entiéndalo bien, todos, todos, en un país de cobardes y de matones, que al fin y al cabo son lo mismo. Ahora lloramos y nos afligimos y decimos ¡no lo sabíamos!, ¡lo ignorábamos!, ¡fueron los nazis!, ¡nosotros hubiéramos actuado de otra manera! Sabemos gemir. Sabemos provocar lástima y pena. No nos importa que se burlen de nosotros, mientras nos compadezcan y nos perdonen. Ya habrá tiempo para que inauguremos un largo puente de amnesia. ¿Comprende usted lo que quiero decir?
-Lo comprendo -dijo A.
-Yo fui escritor -dijo el viejo.




-Pero lo dejé. Esta máquina de escribir me la regaló mi padre. Un padre cariñoso y culto que llegó a vivir hasta los noventaitrés años de edad. Un hombre básicamente bueno. Un hombre que creía, de más está decirlo, en el progreso. Pobre mi padre. Creía en el progreso y por supuesto creía en la bondad ingtrínseca del ser humano. Yo también creo en la bondad intrínseca del ser humano, pero eso no significa nada. Un asesino, en el fondo, es bueno. Los alemanes eso lo sabemos bien. ¿Y qué? Puedo pasar una noche bebiendo con un asesino y tal vez, al contemplar ambos la aurora, nos pongamos a cantar o a tararear una pieza de Beethoven. ¿Y qué? Puede el asesino llorar en mi hombro. NOrmal. Ser asesino no es fácil. Eso lo sabemos bien usted y yo. No es nada fácil. Exige pureza y voluntad, voluntad y pureza. La pureza del cristal y una voluntad de hierro. E incluso puedo yo ponerme a llorar en el hombro del asesino y susurrarle palabras dulces como "hermano", "camarada", "compañero de infortunios". En ese momento el asesino es bueno, puesto que es intrínsecamente bueno, y yo soy un idiota, puesto que soy intrínsecamente un idiota, y ambos somos sentimentales, puesto que nuestra cultura tiende irrefrenablemente a la sentimentalidad. Pero cuando la obra se acaba y yo estoy solo, el asesino abrirá la ventana de mi cuarto y entrará con sus pasitos de enfermero y me degollará hasta que no quede ni una gota de mi sangre.

Pobre de mi padre mío. Fui escritor, fui escritor, pero mi indolente cerebro voraz me comía las entrañas. Buitre de mi propio Prometeo o Prometeo de mi propio buitre, un día me di cuenta de que podía llegar a publicar excelentes artículos en las revistas y en los periódicos, e incluso libros que no desmerecían el papel en que estaban impresos. Pero también supe que jamás lograría acercarme o internarme en aquello que llamamos una obra maestra. Me dirá usted que la literatura no consiste únicamente en obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y por florecillas silvestres. Me equivocaba. Las obras menores, en realidad, no existen. Quiero decir: el autor de una obra menor no se llama fulanito o zutanito. Fulanito y zutanito existen, de eso no cabe duda, y sufren y trabajan y publican en periódicos y revistas y de vez en cuando incluso publican un libro que no desmerece el papel en el que está impreso, pero esos libros o esos artículos, si usted se fija con atención, no están escritos por ellos.

Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras. ¿quién ha escrito tal obra menor? Aparentemente un escritor menor. La mujer de este pobre escritor lo puede atestiguar, ella lo ha visto sentado a la mesa, inclinado sobre las páginas en blanco, retorciéndose y deslizando su pluma sobre el papel. Parece un testigo irrebatible. Pero lo que ha visto es sólo la parte exterior. El cascarón de la literatura. Una apariencia -le dijo el viejo ex escritor a A. y A. recordó a A'-. Quien en verdad está escribiendo esa obra menor es un escritor secreto que sólo acepta los dictados de una obra maestra.

Nuestro buen artesano escribe. Está ensimismado en aquello que va plasmando bien o mal en el papel. Su mujer, sin que él lo sepa, lo observa. Efectivamente, es él quien escribe. Pero si su mujer tuviera una vista de rayos X se daría cuenta de que no asiste propiamente a un ejercicio de creación literaria sino más bien a una sesión de hipnotismo. En el interior del hombre que está sentado escribiendo no hay nada. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe no hay nada. Nada, quiero decir, que su mujer, en un momento dado, pueda reconocer. Escribe al dictado. Su novela o poemario, decentes, decentitos, salen no por un ejercicio de estilo o voluntad, como el pobre desgraciado cree, sino gracias a un ejercicio de ocultamiento. ¡Es necesario que haya muchos libros, muchos pinos encantadores, para que velen de miradas aviesas el libro que realmente importa, la jodida gruta de nuestra desgracia, la flor mágica del invierno!

Disculpe las metáforas. A veces me excito y me pongo romántico. Pero escuche. Toda obra que no sea una obra maestra es, cómo se lo diría, una pieza de un vasto camuflaje. Usted ha sido soldado, me imagino, y ya sabe a lo que me refiero. Todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería, pieza sacrificable dado que reproduce, de múltiples maneras, el esquema de la obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir. Mi mente, sin embargo, no dejó de funcionar. Al contrario, al no escribir funcionaba mejor. Me pregunté: ¿por qué una obra maestra necesita estar oculta?, ¿qué extrañas fuerzas la arrastran hacia el secreto y el misterio?

Ya sabía que escribir era inútil. O que sólo merecía la pena si uno está dispuesto a escribir una obra maestra. La mayor parte de los escritores se equivocan o juegan. Tal vez equivocarse y jugar sea lo mismo, las dos caras de la misma moneda. En realidad nunca dejamos de ser niños, niños mostruosos llenos de pupas y de varices y de tumores y de manchas en la piel, pero niños al fin y al cabo, es decir, nunca dejamos de aferrarnos a la vida puesto que somos vida. También se podría decir: somos teatro, somos música. De igual manera, pocos son los escritores que renuncian. Jugamos a creernos inmortales. NOs equivocamos en el juicio de nuestras propias obras y en el juicio siempre impreciso de las obras de los demás. NOs vemos en el Nobel, dicen los escritores, como quien dice: nos vemos en el infierno.

Una vez vi una película de gángsters norteamericana. En una escena un detective mata a un malhechor y antes de disparar el balazo mortal le dice: nos vemos en el infierno. Está jugando. El detective está jugando y equivocándose. El malhechor, que lo mira y lo insulta poco antes de morir, también está jugando y equivocándose, aunque su campo de juegos y su campo de equívocos se ha reducido hasta el cero absoluto, puesto que en el siguiente plano va a morir. El director de la película también juega. El guionista, lo mismo. NOs vemos en el Nobel. Hemos hecho historia. El pueblo alemán nos lo agradece. Una batalla heroica que será recordada por las generaciones venideras. Un amor inmortal. Un nombre escrito en el mármol. La hora de las musas. INcluso una frase aparentemente tan inocente como decir: ecos de una prosa griega no contiene más que juego y equivocación.

El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es invevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.

¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido en que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra. La pequeña diferencia es que aquí hablamos de un plagio consentido. Un plagio que es un camuflaje que es una pieza en un escenario abigarrado que es una charada que probablemente nos conduzca al vacío.

En una palabra: lo mejor es la experiencia. No le diré que la experiencia no se obtenga en el trato constante con una biblioteca, pero por encima de la biblioteca prevalece la experiencia. La experiencia es la madre de la ciencia, se suele decir. Cuando yo era joven y aún pensaba que haría carrera en el mundo de las letras, conocí a un gran escritor. Un gran escritor que probablemente había escrito una obra maestra, si bien a juicio mío toda su producción era una obra maestra.

No le voy a decir su nombre. Ni a usted le convine que yo se lo diga ni a efectos de la historia es indispensable saberlo. Confórmese con saber que era alemán y que un día vino a Colonia a dar unas conferencias. Por supuesto, yo no me perdí ni una sola de las tres charlas que dio en la universidad de nuestra ciudad. En la última conseguí un asiento en primera fila y me dediqué, más que a escucharlo (en realidad repetía cosas que ya había dicho en la primera y la segunda conferencia), a observarlo en detalle, sus manos, por ejemplo, unas manos enérgicas y huesudas, su cuello de hombre viejo similar al cuello de un pavo o de un gallo sin plumas, sus pómulos ligeramente eslavos, sus labios exangües, unos labios que uno podía tajear con una navaja y de los cuales podía tener la seguridad de que no saldría ni una gota de sangre, sus sienes grises como un mar revuelto, y sobre todo sus ojos, unos ojos profundos y que, dependiendo de ligeros movimientos de su cabeza, en ocasiones semejaban dos túneles sin fondo, dos túneles abandonados y a punto de derrumbarse.

Por supuesto, terminada la conferencia su persona fue acaparada por los notables de la ciudad y yo no pude ni siquiera estrechar su mano y decirle cuánto lo admiraba. Pasó el tiempo. Este escritor murió y yo seguí, como es lógico, leyéndolo y releyéndolo. Llegó el día en que decidí dejar la literatura. La dejé. No hay trauma en este paso sino liberación. Entre nosotros le confesaré que es como dejar de ser virgen. ¡Un alivio, dejar la literatura, es decir, dejar de escribir y limitarse a leer!

Pero ése es otro tema. Ya hablaremos de eso cuando me devuelva mi máquina. El recuerdo de la visita de este gran escritor a mi ciudad, sin embargo, no me abandonaba. Entretanto comencé a trabajar en una fábrica de instrumental óptico. Me ganaba bien la vida. Era soltero, tenía dinero, acudía semanalmente al cine, al teatro, a exposiciones y además estudiaba inglés y francés, y visitaba librerías donde compraba los libros que se me antojaban.

Una vida muelle. Pero el recuerdo de la visita del gran escritor no me abandonaba y, lo que es peor, de repente caí en la cuenta de que sólo recordaba la tercera conferencia, y que mis recuerdos se circunscribían a su rostro, como si ese rostro hubiera pretendido decirme algo que finalmente no me dijo. ¿Pero qué? Un día, por motivos que no vienen al caso, acompañé a un amigo médico al depósito de cadáveres de la universidad. No creo que usted haya estado allí. El depósito está en los sótanos y es una larga galería con paredes de baldosas blancas y techo de madera. En medio hay un anfiteatro en donde se realizan autopsias, disecciones y demás mostruosidades científicas. Después hay dos pequeñas oficinas, la del decano de los estudios forenses y la de otro profesor. En los extremos se encuentran las salas refrigeradas en donde se hallan los cadáveres, cuerpos de indigentes o de personas sin papeles a quienes la muerte visitó en hoteles de paso.

En aquella época demostré un interés sin duda morboso por estas instalaciones y mi amigo médico se encargó amablemente de enseñármelas con todo lujo de explicaciones e incluso asistimos a la última autopsia del día. Luego mi amigo se encerró con el decano en su despacho y yo me quedé solo en el pasillo, aguardándolo, mientras los estudiantes se marchaban y una especie de letargo crepuscular se fitraba por debajo de las puertas como gas venenoso. A los diez minutos de estar esperando oí un ruido que me sobresaltó proveniente de los depósitos. Le aseguro que en aquella época eso bastaba para asustar a cualquiera, pero yo nunca he sido excesivamente cobarde y me dirigí hacia allí.

Al abrir la puerta un soplo de aire frío me dio de lleno en el rostro. En el fondo del depósito, junto a una camilla, un hombre intentaba abrir uno de los nichos para depositar en él un cadáver, pero por más que forcejeaba el nicho o la celdilla en cuestión no cedía. Sin moverme de al lado de la puerta le pregunté si necesitaba ayuda. El hombre se irguió, era muy alto, y me miró de una forma que a mí, entonces, me pareció desconsolada. Tal vez esa impresión de desconsuelo en su mirada me animó a acercarme a él. Mientras lo hacía, franqueado por cadáveres, encendí un cigarrillo para templar mis nervios y, al llegar junto a él, lo primero que hice fue ofrecerle otro cigarrillo, tal vez forzando una camaradería que no existía.

El empleado de la morgue sólo entonces me miró y a mí me pareció haber retrocedido en el tiempo. Sus ojos eran exactamente iguales que los ojos del gran escritor a cuyas conferencias en Colonia yo había asistido como un peregrino. Le confieso que incluso por unos segundos pensé que me estaba, en ese preciso momento, volviendo loco. Me sacó del apuro la voz del empleado de la morgue, en nada parecida a la voz entrañable del gran escritor. Dijo: aquí no se permite fumar.

No supe qué contestarle. Añadió: el humo perjudica a los muertos. Me reí. Dio una nota explicativa: el humo perjudica su conservación. HIce un gesto que en nada me comprometía. Él lo intentó por última vez: habló de unos filtros, habló de la humedad, pronunció la palabra pureza. Volví a ofrecerle un cigarrillo y resignadamente anunció que no fumaba. Le pregunté si llevaba mucho tiempo trabajando allí. Con un tono impersonal y una voz levemente chillona, dijo que trabajaba en la universidad desde mucho antes de la guerra del catorce.
-¿Siempre en la morgue? -le pregunté.
-No he conocido otro lugar -me contestó.
-Es curioso, -le dije-, pero su rostro, sobre todo sus ojos, me recuerdan los ojos de un gran escritor alemán. -Aquí dije el nombre del escritor.
-No he oído hablar de él -fue su respuesta.

En otra época esta respuesta me habría soliviantado, pero a Dios gracias yo vivía una nueva vida. Le comenté que trabajar en la morgue sin duda lo llevaría a reflexiones atinadas o por lo menos originales acerca del destino humano. Me miró como si me estuviera burlando de él o hablando en francés. Insistí. Aquel marco, dije extendiendo los brazos y abarcando todo el depósito, era en cierta manera el lugar ideal para pensar en la brevedad de la vida, en lo insondable que resulta el destino de los hombres, en la futilidad de los empeños mundanos.

Con un sobrecogimiento de horror, de golpe me di cuenta de que estaba hablándole como si él fuera el gran escritor alemán y aquélla nuestra charla que jamás se produjo. No tengo mucho tiempo, me dijo. VOlví a mirar sus ojos. No me cupo la menor duda: eran los ojos de mi ídolo. Y su respuesta: no tengo much9o tiempo. ¡Cuántas puertas abría esa respuesta! ¡Cuántos caminos quedaban de pronto despejados, visibles, tras esa respuesta!

No tengo mucho tiempo, he de acarrear cadáveres, de arriba abajo. No tengo mucho tiempo, he de respirar, comer, beber, dormir. No tengo mucho tiempo, he de moverme al compás del engranaje. NO tengo mucho tiempo, estoy viviendo. No tengo mucho tiempo, me estoy muriendo. Como usted comprenderá, ya no hubo más preguntas. Lo ayudé a abrir el nicho. Quise ayudarlo a meter el cadáver pero mi torpeza en tales lides hizo que la sábana que lo cubría se corriera y entonces vi el rostro del cadaver y cerré los ojos y agaché la cabeza y lo dejé trabajar en paz.

Cuando salí mi amigo me observaba en silencio desde la puerta del depósito. ¿Todo bien?, me preguntó. No pude o no supe responderle. Tal vez dije: todo mal. Pero no era eso lo que quería decir.

Antes de que A. se despidiera deél, después de beber una taza de té, el hombre que le alquiló la máquina de escribir le dijo:
-Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla. (...)

De 2666, Roberto Bolaño.

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The Who: Behind blue eyes

No one knows what it's like
To be the bad man To be the sad man
Behind blue eyes
And no one knows What it's like to be hated
To be faded to telling only lies

But my dreams they aren't as empty
As my conscious seems to be
I have hours, only lonely
My love is vengeance That's never free

No one knows what it’s like To feel these feelings
Like I do, and I blame you!
No one bites back as hard On their anger
None of my pain and woe can show through

But my dreams they aren't as empty
As my conscious seems to be
I have hours, only lonely
My love is vengeance That's never free

When my fist clenches, crack it open
Before I use it and lose my cool
When I smile tell me some bad news
Before I laugh and act like a fool

If I swallow anything evil
Put your finger down my throat
If I shiver, please give me a blanket
Keep me warm, let me wear your coat

No one knows what its like
To be the bad man, To be the sad man
Behind blue eyes.

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jueves, 19 de junio de 2008

Bartleby, el escribiente. Prólogo.

Bartleby, el escribiente es uno de los relatos más extraños de la historia de la literatura, y sigue siendo extraño aún en una época tan autosuficiente y aparentemente desmitificadora como la nuestra. No nos puede sorprender, pues, que el relato de Herman Melville apareciese como una auténtica extravagancia en el mundo literario americano del siglo XIX. La crítica contemporánea quedó perpleja ante esta obra peculiar, que fue atacada despiadadamente y tildada de absurda e incomprensible. Tanto una lectura simbólica como literal parecía desembocar en un callejón sin salida, algunos pensaron que era una burla, otros que contenía un mensaje profundo, enigmático. Hoy se considera que Bartleby, el escribiente es un precursor insólito de los mejores relatos de Kafka, Dickens o Dostoyevski. Se ha creído constatar su influencia en la obra de Musil o de Beckett, por nombrar a dos escritores de mundos literarios distintos. En suma, desde el mismo momento de su nacimiento, el relato de Herman Melville ha espoleado la polémica y ha generado el intenso interés que garantiz la inmortalidad de una obra literaria: la fascinación.

Pero, ¿cuáles son las causas objetivas que han podido originar esta fascinación? ¿Qué hace de Bartleby un relato inmortal, con una fuerza de atracción tal que incluso se ha tornado en el objeto de elucubraciones de grandes pensadores, convirtiéndose en lo que podríamos denominar un "caso filosófico"? Dar una respuesta a estas preguntas excedería las competencias de un modesto prólogo: se necesitaría un ensayo y, nos tememos uqe, aunh así, el resultado sería bastante incierto. No obstante, lo que sí podemos intentar es emplear el escalpelo para diseccionar el relato, hacer una autopsia de emergencia que nos ofrezca, no la causa de la muerte, sino los motivos que han podido incidir en la vida eterna de Bartleby. Y podríamos empezar, como lo hizo Gilles Deleuze en su pequeño ensayo Bartleby, ou La Formule, por la fórmula.

Pues, en efecto, el relato contiene una de las expresiones más famosas de la literatura. Se trata de la frase que emplea Bartleby, el pálido y fantasmal copista, para eludir sus obligaciones. En inglés, en el original, I would prefer not to. Sobre esta expresión se han hecho correr ríos de tinta, hay intérpretes que han creído descubrir en ella la clave del relato. Y, ciertamente, se trata de una expresión atípica, que idiomas como el alemán o el francés tienen dificultades en traducir. Aún en inglés resulta algo forzada, sobre todo en un contexto coloquial. No obstante, al repetirla, adquiere una suerte de normalidad, es más, parece contagiosa, se infiltra en el lenguaje y no es raro, como ocurre con el abogado y los copistas de la oficina de Bartleby, que pase a formar parte del vocabulario cotidiano. La traducción Preferiría no hacerlo parece la más conveniente, pues el verbo preferir presupone un acto volitivo, aunque debilitado por el tiemop verbal empleado. Bartleby prefiere no hacerlo, es decir, en realidad se niega a hacerlo, aunque la frase parece implicar la existencia de una opción. Sin embargo, desmintiendo esta impresión, la expresión es neutral, elude el terreno peligroso de las afirmaciones y de las negaciones, designa una decisión con un material lingüístico ambiguo. ¿Por qué emplea Bartleby un giro tan complejo? Para responder a esta pregunta, y para subrayar la importancia que adquiere la expresión, antes sería necesario recordar que Bartleby apenas habla a lo largo del relato, y cuando lo hace es sólo para constatar un hecho obvio o describir una situación fáctica evidente. Así pues, su famosa frase resulta la cúspide de su mundo lingüístico; descubrir qué hay detrás de ella nos daría la clave del asunto. Gilles Deleuze emplea el término "fórmula" y nos parece acertado. La repetición de la expresión es propia de una fórmula mágica: Bartleby la emplea como un conjuro, pero no en un sentido activo, sino pasivo. En cierto modo se podría hablar de una inversión del "ábrete sésamo". Cada vez que Bartleby pronuncia las ominosas palabras, se recluye en otra esfera interior del ser: así va abandonando las distintas esferas de la existencia, en una huida continua de la voluntad y de la acción. El mismo papel juega otra fórmula que aparece al final del texto: "pero no soy exigente". Su funcionamiento y resultado es análogo; cada vez que el abogado le ofrece una nueva posibilidad para incorporarse a la vida activa, Bartleby la rechaza con el empledo del ambiguo preferir y con la coletilla "pero no soy exigente". Aunque parezca que deja una puerta abierta a la esperanza, en realidad esa expresión designa una nueva huida del ser.

Ahora ocupémosnos del personaje, del héroe del relato. Bartleby es, sin duda, uno de los más excéntricos especímenes de la raza humana, lo más próximo a un espectro que permiten las leyes biológicas. Dentro de la obra de Melville también resulta un caso aparte. Aunque los héroes del gran escritor americano son complejos y poseen a menudo atributos negativos o débiles, en ellos prima, por regla general, un espítitu emprendedor o activo. Billy Budd, por ejemplo, a pesar de su tartamudez e ingenuidad, es un modelo de marinero, un hombre de accción. Benito Cereno, aunque sumido en la impotencia opr la rebelión de los esclavos, busca la libertad y, en el último mometo, salta a la ballenera para huir. Bartleby, sin embargo, sufre una enfernmedad de la voluntad, que se manifiesta en una incapacidad apra actuar, para transformar la realidad. Su pasividad es completa, es un hombre que se ha abandonado a sí mismo. Esta conducta no es, sin embargo, inmoral, aunq2ue sí profundamente amoral, pues Bartleby, según todos los indicios, jamás iría en ayuda de una persona en peligro; "preferiría no hacerlo". Ha habido intérpretes que lo han caracterizado, asumiendo esta amoralidad, como un hombre sin atributos, aplicando la descripción de Musil, pero Bartleby, por muy reducida que sea su esfera vital y por muy frágil que sea su espíritu, posee atributos, aunque "antiexistenciales". Si buscamos algún modelo que nos pueda ayudar a descifrar su mundo, fuera de los casos psicopatológicos, podríamos mencionar las teorías chinas acerca de la conducta ideal del emperador y del hombre santo. Así, Lao Tse escribe en el Tao Te King: "Quien desee dominar el mundo bajo el cielo y lo pretenda gobernar con acción, no lo conseguirá. El mundo bajo el cielo es algo que está animado con "Sen" y, por consiguiente, no se puede gobernar con actividad, pues quien lo intente gobernar con actividad, lo destruirá". Y otro pasaje: "lo que se dobla, se mantiene íntegro; lo que se inclina, permanece recto. El motivo por el que el hombre santo abarca el Todo, convirtiéndose por esta razón en un modelo apra la humanidad bajo el cielo, es el siguiente: Él no se muestra, de ahí su luminosidad; no existe por amor a sí mismo, de ahí su brillo; no lucha por su "Yo", de ahí el mérito de sus actos; no posee compasión por su "Yo", de ahí su superioridad. En verdad, como no aspira a nada, nadie en el mundo aspira a enfrentarse con él".

Si bien es cierto que en la visión taoísta de la existencia se repiten esos rasgos de pasividad, de inactividad, de vacía contemplación, que recuerdan el comportamiento de Bartleby, como si éste fuera un emperador chino sin imperio y sin súbditos, una suerte de soberano de la Nada, tampoco se puede olvidar que su actitud impele a la acción, transforma el entorno: esta circunstancia es el paradigma de su existencia vegetativa. Aunque Bartleby carece por completo de responsabilidad social, obliga a los demás a tomar una decisión moral: ya sea a echarle con cajas destempladas, a acogerle y cuidarle, a ignorarle o a hacerle daño. Ésta es la relación que vincula al abogado con Bartleby: en este sentido, ya sea providencialmente o no, Bartleby es un despertador de la conciencia moral y ajena, y Melville inmiscuye al lector en este dilema.

Aunque el autor nos deja prácticamente solos con Bartleby, pues conocemos los hechos a través de una tercera persona y ésta carece, lógicamente de imparcialidad, al final del relato encontramos dos exclamaciones que, aunque provenientes del abogado, parecen fuera de contexto, es como si Melville se hubiese reservado la última palabra:"¡Oh, Barttleby! ¡Oh, humanidad!". También aquí se ha creído encontrar la clave del relato. Gilles Deleuze se decanta por interpretar estas palabras como una alternativa, como una relación de oposición, como dos mundos que se excluyen. Pero también es verosímil, o al menos no resultaría arbitrario, subsumirlas, proyectar a Bartleby en el corazón de la humanidad, identificarlos. Ambas posibilidades están abiertas, aunque cada una de ellas posee una lógica propia y conduce, indefectiblemente, a un resultado distinto. Melville, como Kafka, puede rodear de aparente absurdo y misterio a un personaje, pero jamás traiciona los principios causales ni, por supuesto, la realidad.

Tal vez sea Bartleby, el escribiente uno de los relatos en los que más claro aparece el abismo entre el texto y las posibilidades que tiene éste de desplegarse en el muundo ficticio del lector. No en vano es uno de los relatos cuya interpretación sigue siendo un misterio. Parece como si cada intérprete tuviera su Bartleby particular. Así, en la bibliografía, encontramos títulos peculiares: Bartleby, el inescrutable o Bartleby, un trabajador alienado o Barleby y el terror de la limitación o Bartleby y la "doctrina de la necesidad". Tonos metafísicos, materialistas, siniestros, enigmáticos, banales. Hablar de interpretaciones es aquí, por tanto, un tema espinoso. Tampoco pretendemos dar en este prólogo más credibilidad a una u otra de las múltiples explicaciones. Bastará con que el lector se forje su propio Bartleby, que, no lo dude, le acompañará de por vida. No obstante, Sí sería útil la mención de las principales interpretaciones de que ha sido obeto el relato de Melville, sin, por supuesto,l agotar las posibilidades, y con el simple propósito de orientar la lectura. Algunos hablan de una crítica a la huída de la civilización de Thoreau, otros opinan que se trata de un autorretrato de Melville como escritor fracasado. Hay quien se decanta opr interpretarlo como la parábola de un artista en el mundo de Wall Street. La explicación más fácil es la que lo reduce a la descripción de un caso psicopatológico. Hay quien opina que es una crítica a la sociedad capitalista. Los que se inclinan a considerarlo un antecedente de la literatura existencialista de Camus o Sartre hacen de Bartleby un rebelde contra un universo absurdo. Para otros constituye un símbolo del nihilismo o una ironía schopenhaueriana. Todas estas teorías han sido defendidas en estudios y ensayos monográficos que llenarían varias repisas de libros. Sólo sabemos con certeza que la idea de Barleby surgió de un amigo de juventud, el escritor Eli James Murdock Fly, que, sin dinero, encontró trabajo de copista en Nueva York y se pasaba, según comunicaba Melville en una de sus cartas, "todo el día escribiendo desde la mañana hasta la noche". Un destino que el escritor americano eludió gracias a su letra ignominiosa.
José Rafael Hernández Arias.

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