domingo, 19 de julio de 2009

Conversación por azar con desconocido


_ Buenas noches _dice el hombre, apenas le parece escuchar al otro lado del teléfono la voz de la mujer_, perdone usted mi atrevimiento. Puede que ya no se acuerde de mí. Han pasado bastantes días desde la última vez que hablamos. Me llamo Armando Duvalier. Sí, Duvalier, con V de victoria. ¿Me recuerda ahora? ¿Le dice algo mi nombre? (Establece una pausa y su mirada se posa sobre los polvorientos claveles de plástico puestos sobre la mesita del teléfono.) Armando Duvalier, el cazador de leones. ¿Sigue sin acordarse de mí? ¿No recuerda que hace cosa de tres meses estuvimos hablando por teléfono cerca de una hora y que en un primer momento usted me confundió con un tío suyo, hermano de su padre, del que no sabe nada desde hace años? ¿No? ¿Cómo es posible, señorita? Vamos, vamos, haga memoria. Fue, como le digo, hace unos tres meses, día más, día menos. A esta misma hora. Y también estaba lloviendo. Yo tenía que llamar al consulado de la República de Bolongo por un problema de pasaporte, pero equivoqué el número, o hubo uno de esos extraños cruces que de vez en cuando se producen y me salió usted. Me dijo que no tenía nada que ver con Oblongo y que ni siquiera había oído hablar de ese país. Entonces le pedí disculpas y, sin saber cómo, nos enredamos hablando. Le dije que yo era cazador y que estaba a punto de regresar a África. Usted aceptó gentilmente mis disculpas y me preguntó dónde estaba Bolongo. Yo le dije que era uno de esos estados de nuevo cuño, ubicado en el corazón del Africa Ecuatorial. ¿Va recordando ahora? Usted me dijo que siempre había deseado conocer África y yo empecé entonces a hablarle de algunos paisajes africanos que conozco bastante bien. Usted me contó luego que aquella misma mañana había comprado un décimo de lotería, y que si le tocaba el primer premio pensaba gastarse la mitad dando la vuelta al mundo porque viajar era algo que le chiflaba. ¿Se acuerda ahora, señorita? ¿No recuerda que mientras estábamos hablando se le quemó lo que tenía puesto en el fuego? ¡Ah, por fin! ¡Por fin se acuerda! ¡Claro que sí, era imposible que lo hubiese olvidado! ¡Sí, sí, Armando Duvalier! Al fin y al cabo, los cazadores de leones no abundamos tanto. EN fin, señorita, prometí que volvería a llamarla a mi regreso de Oblongo y aquí me tiene. Soy hombre que cumple lo que dice. Llegué ayer por la mañana, pero hasta esta tarde no he tenido ni un solo momento libre. Así que aquí estamos otra vez. Dígame ahora cómo van sus cosas. ¿Le tocó la lotería? ¿Va a decirme que estoy hablando con una millonaria que está preparando sus maletas para dar la vuelta al mundo? ¿No le tocó? ¿No tuvo usted suerte? No se preocupe, otra vez será. Ya sabe usted lo que dice el refrán: de nada sirve madrugar si la suerte no te acompaña. Consolémonos pensando en que, por lo menos, gozamos de una salud excelente. La salud, como dijo alguien, es la primera de las libertades. Claro está que no todo se reduce a la salud del cuerpo, está también esa otra salud, tan importante como la primera, la salud del alma… ¡Ah, sí! ¡Le aseguro que la nostalgia y la pesadumbre son mjuy malas enfermedades! ¡Conozco bien sus efectos! Pero, en fin, no vaya a pensar tampoco que soy uno de esos nostálgicos impenitentes que se pasan la vida suspirando. Nada de eso. Soy, por el contrario, un hombre de acción, no puedo permitirme el lujo de suspirar. Lo que sucede, eso sí que lo reconozco francamente, es que, cada vez que regreso de uno de mis viajes africanos, me siento solo en esta gran ciudad. Hubo una época en la que la tenía llena de amigos. Gente divertida y amable con la que me sentía profundamente identificado. Personas que medidas con el baremo de la burguesía puede que no fuesen demasiado ortodoxas en sus ideas y en su comportamiento (quiero decir en su forma de afrontar los problemas que la vida en sociedad plantea a todos los hombres), pero que precisamente por eso tenían para mí un encanto especial. Recuerdo, por ejemplo, a T. P., que componía hermosos poemas a base de números primos, dormía sobre la piel de una boa y enamoraba a las adolescentes describiéndoles el rojo escarlata de las amapolas. Recuerdo también a J. J., que un día, viendo un partido de baloncesto en su televisor, descubrió maravillado que todos los jugadores negros proyectaban sobre el parquet largas sombras blancas. Y sobre todo, recuerdo a R. R., vivía también solo (todos mis amigos, en realidad, vivían solos), en un piso de trescientos metros cuadrados rodeado de gatos con mirada humana que le reconocían como padre y le amaban apasionadamente. ¡Ah, sí, muchas veces pienso todavía en mi inefable y queridísimo R. R.! ¡Si usted supiese cuántas noches nos hemos pasado en blanco hablando sobre Dios y sobre el infinito! ¡Si usted supiese cuántas confidencias nos hicimos en el centro de aquel círculo de ronroneantes y solícitos felinos, mientras fuera, en las calles, resonaban las sirenas y los silbatos de la policía! R. R., señorita, amaba profundamente a los animales y descubrió que esas incomprendidas criaturas, privadas del don de la palabra, sienten también la necesidad de ser amados por los hombres. ¿Por qué crees Armando, me preguntaba, que los pulpos viven cerca de la costa, a un tiro de piedra del pequeño pueblo de pescadores? ¿Por qué crees que en las noches de plenilunio se encaraman a las rocas y proyectan sus grandes ojos fosforescentes hacia los hombres que pasean por el malecón? Aquel dulce amigo, señorita, amaba incluso a los insectos (por los que casi todos los hombres sienten una repugnancia invencible), y más de una vez me confesó que por las noches, al regresar a su casa, las cucarachas acudían en procesión a recibirle a la puerta, agitando las antenas con tanto alborozo como los perros mueven la cola. En fin, l que quiero decirle es que todos aquellos amigos desaparecieron, se esfumaron en sus respectivas magias, y me dejaron solo. Si, claro, no murieron todos, algunos consiguieron casarse, pero ésos dejaron de importarme. Y yo dejé de interesarles a ellos. ¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Cree que envidio a los amigos que consiguieron casarse? No, no, nada de eso. La envidia es un sentimiento que nace de la contemplación de la felicidad o de un bien del prójimo, pero yo no creo (y se lo digo con el corazón en la mano), que el simple hecho de estar casado sea, por sí solo, motivo de envidia. En fin,, sea como sea, lo cierto es que esta ciudad se despobló de amigos y que, cuando regreso aquí, después de pasarme tres meses en la selva, empiezo a sentirme solo antes de que acabe de deshacer las maletas. (…)

El cazador de leones. Javier Tomeo.

9 comentarios:

PABLO JESUS GAMEZ RODRIGUEZ dijo...

Hola Fauve...!

Gracias por el email, aunque sigo sin enterarme de nada, soy un patoso informático...!

De todo modos te agradezco tu interes.

Un abrazo...!!!

Juan Duque Oliva dijo...

Conversaciones así se tienen todos los días

Besos

Sofía B. dijo...

Es genial.

Besos

Luis Antonio dijo...

Conozco a J. Tomeo. Es aragonés y vive en Barcelona. He tenido oportunidad de asistir a algunas de sus presentaciones de libros propios y ajenos. Me gusta que lo hayas traido a tu bitácora. Se lo merece.
Un abrazo, Fauve

Señor colostomizado dijo...

Amada Señora,

Qué culta e inteligente es usted. Literatura así sólo puede ser comprendida por bellas e instruidas señoras como usted, que rozan los libros con sus delicados y femeninos dedos. Cuánto daría yo por ser ese libro y ser palpado con sus hermosas y bellas manos. Sólo imaginarla a usted pasando una a una las páginas me provoca emoción y congoja.

Afectuosos saludos

S.C.

Paco Becerro dijo...

Beso, de vuelta. (Vengo de releer un montón de cositas atrasadas que tenía en tu casa)

Otro beso

Gustavo dijo...

Que gran verdad y que cruda realidad, eso me paso cuando volví a mi pais despues de vivir en el extranjero, y sabes que es lo peor...que nunca vuelves a recuperar los afectos...son otros...pero a los que añorabas...¡zas! se esfumaron.

Un bello escrito de Javier Tomeo, al que no conocía.

Siempre aportas algo fuerte y profundo....te lo agradezco

Un beso

Fernando García Pañeda dijo...

Un monólogo propio de un enfermo de soledad. Patéticamente bello y entrañable, Fauve.
Un beso.

Fauve, la petite sauvage dijo...

Muchas gracias a todos por vuestros comentarios, me alegro de que os haya gustado mi recomendación; este libro se lee de un tirón y es genial (sí, Athena); divertido y triste a un tiempo y muy imaginativo, original y curioso... Espero que os guste.

¡Besos!

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