lunes, 13 de julio de 2009

LECTURA Y LIBERTAD II


El lector apasionado tiene cuatro libros sobre la mesa. Los cuatro por leer. Esta tarde hha ido a la librería y después de una hora paseando entre las mesas de novedades y repasando, en las estanterías, las cubiertas de los libros de aquellos autores que ma´s le gustan, ha escogido cuatro. Uno es un libro de cuentos de un escritor francés de quien le gustó mucho, hace años, una novela. La siguiente novela que publicó no le gustó tanto como aquella primera (de hecho, no le gustó nada), y ahora ha comprado este libro de cuentos con la esperanza de reencontrar todo lo que le había encantado años atrás. El segundo libro es una novela de un escritor holandés de quien intentó leer las dos novelas precedentes, pero sin mucho éxito porque, al cabo de pocas líneas, tanto la una como la otra se le cayeron de las manos. Curiosamente, eso no ha hecho que renuncie a intentarlo de nuevo. Curiosamente, porque de ordinario, cuando a un escritor no le aguanta veinte líneas de un primer libro, quizás lo vuelve a intentar con el segundo pero nunca con el tercero, salvo que los críticos en que confía sean especialmente elogiosos con él, o que algún amigo se lo haya recomendado fervorosamente. Pero en este caso no ha sido así. ¿Cómo es, por tanto, que ha accedido a intentarlo de nuevo? Quizá por el inicio. Ese inicio que dice. “el botones irrumpió gritando: “¡Señor Kington! ¡Por favor, señor Kington!” Kington estaba en el hall del hotel Ambassador, leyendo el periódico, y estaba a punto de levantar la mano cuando se le ocurrió que nadie, absolutamente nadie, sabía que estaba allí. Ni siquiera levantó la mirada cuando pasó el botones. Sería la decisión más inteligente que nunca hubiera tomado.”
El tercer libro es también una novela, la primera novela de un autor americano de quien no ha oído hablar nunca. La ha comprado porque, a pesar de la cita inicial (“Ah, cómo brillan sus tejas en la florida alborada, cuando los gallos con sus cantadas turban la calma del dormitar…”), la ha hojeado brevemente y le ha atraído. El cuarto libro es de cuentos, de un autor también holandés e inédito hasta aquel momento. ¿Qué le ha atraído del libro? Si ha de ser sincero, de entrada, la desmesurada abundancia de iniciales: hay tres de ellas (A., F., Th.) antes de las tres palabras que forman el apellido. En total, seis palabras: tres para el nombre y tres para el apellido. Además, la primera de las palabras del apellido es “van”. Adora los apellidos que empiezan por “van”.
¿Cómo es, por cierto, que de los cuatro libros que el lector apasionado tiene sobre la mesa, dos (el 50 por ciento exacto) son holandeses? Porque la celebración de la feria del libro de la ciudad, dedicada este año a la literatura neerlandesa, ha hecho, por un lado, que estas últimas semanas las editoriales hayan publicado más autores de aquella lengua y, por otro, que las principales librerías de la ciudad le dediquen mesas especiales, reuniendo en ellas tanto estas novedades como libros de autores holandeses y flamencos publicados años atrás y que, desde que dejaron de ser novedad, acumulaban polvo en el almacén de la distribuidora. El lector apasionado tiene los cuatro libros delante y no sabe por cuál empezar. ¿Por los cuentos del francés de quien le gustó una novela hace unos años? ¿Por la novela del joven americano de quien no sabe nada? Así, si (como hay grandes posibilidades) le decepciona inmediatamente, ya habrá eliminado uno de los cuatro y el dilema será sólo entre los otros tres. Claro que lo mismo puede pasarle con la novela del holandés que se le cayó de las manos, justo en la primera página, en dos ocasiones anteriores. El lector abre el segundo libro y lo hojea. Abre el tercero y hace lo mismo. Hace lo mismo con el cuarto. Podría decidirse a partir de la tipografía, el tipo de papel… Intenta que algún elemento del libro (alguna frase aislada, el nombre de algún personaje) le haga decidirse. La misma disposición de la página. Los párrafos, por ejemplo. Sabe que muchos autores luchan por abrir párrafos con regularidad, convenga o no, al texto, porque creen que así el lector, cuando vea la página poco apretada, se sentirá más atraído por ella. Pasa lo mismo con el diálogo. Un texto esponjado, con abundancia de diálogos, es (según la norma al uso) atractivo para la mayoría de la gente. Puede ser que4 en general sea así, pero a este lector en concreto le pasa exactamente lo contrario: la abundancia de puntos y aparte le da mala espina. Tiene un prejuicio contra ellos, simétrico al prejuicio que los amantes de la abundancia de párrafos tienen contra la escasez de puntos y aparte, que encuentran aburridísima o petulante.
¿Por cuál empezar? La solución sería, como hace a menudo, empezarlos todos a la vez. A la vez a la vez no, claro: pasando de uno a otro; igual que no se ven nunca seis canales de televisión a la vez, sino que pasas de uno a otro. Siempre, evidentemente, hay un libro que abre primero y del que lee un párrafo, un cuento, un capítulo, el 20 por ciento del las páginas, antes de pasar a otro. El problema, aquí, es que no se decide por cuál empezar. Se levanta y enciende un cigarrillo. ¿Por qué encender un cigarrillo es una solución para cuando no se sabe qué hacer? Encender un cigarrillo sirve para demostrar que estamos pensando, que meditamos intensamente, que recordamos, que esperamos a alguien (apartando de vez en cuando la cortina para echar una ojeada a la calle), que nos impacientamos (en la sala de espera de la maternidad, con el suelo lleno de colillas). Se enciende un cigarrillo después del coito; se enciende un cigarrillo para apagarlo en la ingle de la amante masoquista y excitarnos aún más. Se enciente un cigarrillo para buscar la inspiración, para que la nicotina nos ayude a no dormirnos, para no comer cuanto tenemos hambre y no podemos o no queremos hacerlo. El lector apasionado da la última calada y vuelve a la mesa. Los cuatro libros están allí y, al lado, la bolsa de plástico con el logotipo rojo de la librería. Cae la noche, pasa una moto, se oye una radio. ¿Se oyen muchas radios en las novelas? Si, de repente, los cuatro libros desapareciesen, desaparecería también el dilema: por cuál empezar. Coge la novela del americano. La abre por la primera página. Pasa el dedo con fuerza por la separación entre las dos hojas, para que se mantenga abierto, y lee: “Justo cuando la enfermera estira la sábana para cubrirle la cara, el muerto abre los ojos y musita alguna cosa incomprensible. La enfermera chilla, suelta la sábana, dice el nombre del paciente, le toma el pulso. Corriendo, sale al encuentro del médico. “¡Doctor, el enfermo de la 114 no está muerto!” “¿Cómo que no está muerto?” “No está muerto. Ha abierto los ojos, de repente. Le he tomado el pulso…” El médico intenta disimular la contrariedad que aquella noticia le provoca.”
El lector cierra el libro. El inicio es el mejor momento de un libro. La primera frase, el primer párrafo, la primera página. Las posibilidades son, siempre, inmensas. Todo tiene que ir viniendo aún, poco a poco, a medida que los caminos que hay al inicio vayan esfumándose y finalmente (es decir, al final) sólo quede uno de ellos, generalmente previsible. ¿Conseguirá el escritor mantenernos seducidos hasta la última página? ¿no habrá un momento, dentro de cinco, dieciocho o ciento sesenta y siete páginas, en que la seducción se romperá? Nunca un relato es tan bueno como el abanico de posibilidades que ofrece justo cuando empieza. No se trata, en ningún caso, de que el lector tenga que prever las continuaciones posibles, y encontrar alguna mejor que las que le ofrece el escritor. De ninguna manera. ¿Cómo continuaría él la historia del hombre uqe lee el periódico en el hall del hotel Ambassador y, cuando gritan su nombre, no contesta? No lo sabe ni le interesa encontrarle alguna continuación. Es aquel momento de indecisión, en el que se reparten las cartas, lo que le atrae. El planteamiento le recuerda vagamente aquella película de Hitchcock con un Cary Grant a quien confunden con otro hombre en el hall de un hotel. Pero no le interesa lo más mínimo pensar en ello. Escribir su continuación, sea cual sea, tiene que llevarlo a la imperfección.
Los escritores se equivocan cuando desarrollan los planteamientos iniciales. No deberían hacerlo. Deberían, sistemáticamente, plantear inicios y abandonarlos en el momento más sugerente. Es en ese momento del inicio cuando las historias son perfectas. ¿Es que no pasa igual con todo? ¡Claro que sí! No sólo en los libros, sino también en las películas o en las obras de teatro. Y en la política. Si eres tan inocente como para creértelo, ¿no es mil veces más interesante, positivo y entusiasmador el programa político de un partido que su ejecución una vez elegido para gobernar? En el programa todo es idílico. En la práctica, nada se respeta, todo se falsea; la realidad impone su crueldad erosionadota. Y (en l vida que está fuera de los libros) el inicio de un amor, la primera mirada, el primer beso, ¿no son más ricos que lo que viene después, que inevitablemente lo convierte todo en fracaso? Las cosas tendrían que empezar siempre y no continuar nunca. La vida de un hombre, ¿no es riquísima en posibilidades, a los tres años? ¿Qué será de ese chico que ahora apenas empieza? A medida que avance, la vida lo irá marchitando todo: de todas las expectativas cumplirá bien pocas, y eso si tiene suerte. Con los libros pasa exactamente lo mismo. Pero así como el lector apasionado no puede parar la vida si no es tomando la decisión de cortarla, los libros sí puede pararlos en el momento más esplendoroso, cuando las posibilidades son aún más numerosas. Por eso nunca acaba ninguno. Sólo lee los inicios, las primeras páginas como máximo. Cuando el abanico de bifurcaciones de la historia se va reduciendo y el libro empieza a aburrirle, lo cierra y lo coloca en la estantería, por orden alfabético del apellido del autor.
La decepción puede producirse en cualquier momento. En el primer párrafo, en la página 38 o en la penúltima. Una única vez llegó a la última página de un libro. A punto de empezar el último párrafo (un párrafo corto, de aproximadamente un tercio de página) sin que se hubiese producido la decepción, tuvo miedo. ¿Y si aquel libro no le decepcionaba ni en la última línea? Era del todo improbable; seguro que, aunque fuera en la última palabra, la decepción llegaría, como había llegado siempre. Per, ¿y si no? Por si acaso, apartó la vista rápidamente, a cinco líneas del final. Cerró el libro, lo colocó en su lugar y respiró a fondo; aquella demostración de firmeza le permite continuar fantaseando que, más tarde o más temprano, (el día menos pensado, en cuanto por fin se decida), tendrá el suficiente coraje para dejar de aplazar cada vez la decisión definitiva.

“Los libros”, en Ochenta y seis cuentos. Quim Monzó.
Compactos Anagrama, 11,00 euros precio editor.

7 comentarios:

PABLO JESUS GAMEZ RODRIGUEZ dijo...

Bueno, tarde o temprano tendrá que enfrentarse a ello, no?

Jajaj...

Me gusta esta ironía. Por lo demás, el post es bastante bueno. Siempre me ha encantado leer, aunque ahora no tenga tiempo para nada...!

Un abrazo.

borraeso dijo...

El libro (como el cigarro) hay que leerlo (fumarlo) y acabarlo sólo si/siempre que te sugiera o te inspire (saborees) alguna sensación y lo disfrutes hasta el final (sin quemarse la punta de los dedos, sin forzar, sin agobios)...

Delicioso cuento, delicioso Quim, deliciosa entrada...

Besos!!!

BLAS dijo...

Por un momento creí que se estaba refiriendo a mi el autor con lo de "Lector Apasionado" y las vueltas y revueltas a la hora de decidirse por un libro entre vários de los recien comprados. Gustazo de momento...
Hoy mismo me he mosqueado yo con un libro por ser un rollo y tenerme medio mareada... Lo he dejado a un tercio del final, y aunque lo he subido a lo más alto de la más altas de mis estanterías en un arrebato de genio, llevo medio día dándole vueltas a si le doy o no otra oportunidad... No sé, no sé (sé que se la daré, pero le estoy haciendo sufrir...)

Muy guapa esta entrada Fauve, como siempre.
Besos!!

Gustavo dijo...

Vivimos tomando decisiones, pero con los libros no puedo...casi siempre vuelvo a los autores conocidos...se que es un error porque seguro que me pierdo la oportunidad de gozar algo nuevo.
Pero no me arriesgo hoy empecé a re-leer "Fuenteovejuna".
Un beso grande

Fermín Gámez dijo...

No me siento identificado, y menos mal, con el personaje de Monzó. Yo no soy tan compasivo con los autores que no me gustan desde un primer momento ni doy tantas oportunidades a muchos de los autores tan cacareados y elogiados por la crítica. Cada vez leo más lo que sé que me gusta (es decir, tiendo más a releer cosas), y sé dónde encontrar la literatura que me gusta.

;)

Fernando García Pañeda dijo...

Yo es que soy un lector fácil: me dejo seducir por los libros... pero, claro, los elijo yo antes. Una vez abiertos, me dejo llevar...
Qué le vamos a hacer.

Fauve, la petite sauvage dijo...

Jejeje, veo que el cuento os interesó... como a mí, por lo cual me alegro mucho. La verdad es que me costó mucho elegir uno del libro, pero quizás éste por tener como tema la libertad en la lectura fue el elegido...

Ya he contado muchas veces que a mí me pasaba al contrario: era esclava de los libros que, aunque me horrorizasen, tenía que terminar siempre. Ahora he conseguido librarme relativamente de esa esclavitud, pues no dejo de tener malas sensaciones cuando dejo un libro sin haber llegado al fin, pero estoy en el camino.

De repente me ha venido a la cabeza el libro de "El miedo a la libertad" de Erich Fromm, que tanto me impresionó de chavalita con su consiguiente miedo a la posibilidad de elegir... y muchas otras cuestiones que recuerdo que se trataban allí y que no sé cómo vería si lo leo ahora, aunque probablemente y en este caso, igual.

Besos a todos.

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