domingo, 13 de julio de 2008

La aventura de un matrimonio



La aventura de un matrimonio

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? –y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
-Arriba, un poco de coraje –decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.


"La aventura de un matrimonio", 1958, "Los amores difíciles", Italo Calvino,

8 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Qué decir de Italo Calvino, a estas alturas? Fenomenal texto. Has seleccionado una fotografía que también hace pensar mucho, Fauve.

Por cierto, esa cabecera de tu blog ¡¡¡me gusta mucho!!!

Fauve, la petite sauvage dijo...

Gracias, Omaha (iba a poner el diminutivo en gallego pero me dio la risa). Ya ves que el copia y pega también puede ser algo, yo no soy la mejor escritora del mundo... pero casi, casi, soy la mejor lectora del mundo ;-)

La cabecera la copié (cara colorada como un tomate) de un apartado en construcción de la página de Aguas de Mondariz. Y si te fijas, en la columna de la izquierda la tengo en pequeñito, encima de todos vosotros, y se puede pinchar para ir a un fantástico enlace que compartimos, regalo del doc. creo que en ambos casos.
Saludos y gracias por tus palabras tan bonitas :-)

Eva dijo...

Me gusta muchísimo este autor, su manera de describir, se paladea cada frase, es un mundo de sensaciones en el que perderse. De sus libros el que más me gusta es "Las ciudades invisibles" y lo releo continuamente con avidez.

Aquí describe lo que a mí me parece una historia de amor perfecta, dado que la diferencia horaria aumenta el deseo y por tanto, la pasión.

Muy bonita la visión romántica del despertar, yo sería incapaz de protagonizarla, me levanto siempre de un humor terrible si tengo que madrugar y si he dormido demasiado en estado comatoso total :)

Besos.

Folks dijo...

Solo conozco de Calvino sus cosmicómicas.


Creo que debo empezar a plantearme buscar más.

Candela dijo...

Te eh dejado un premiecillo en mi blog, si lo quieres...

Luis Antonio dijo...

Me encanta la referencia al calorcillo que ambos han dejado en la cama...

Xocas dijo...

Absolutamente tierno. Precioso. ;))

A mí me parece que los italianos tienen un puntillo de naturalidad que les falta a la mayoría de los consagrados. Es una impresión, eh? porque hace mucho que no leía a este hombre.
Siempre me propongo releer a Moravia, que me encanta (El Desprecio, La Atención...) y espero conseguirlo uno de estos años.
Y preciosa la foto, ciertamente (arrobona.... jajajajaja)

Un biquiño grande.

Fauve, la petite sauvage dijo...

Eva, a mí también me encanta, pero me temo que veo una versión diferente a la vuestra (hablo en plurar porque incluyo también la visión de los demás comentarios): no creo que sea perfecta en absoluto más que en la literatura.

Folken, pues anímate, puede que te guste o te encante; puedes empezar incluso por estos cuentos, "Los amores difíciles", por ejemplo... y ya nos contarás.

¡Candela! Voy corriendo, un premio siempre es bien recibido (al menos en mi caso, ya sé que otros ni los ven ;-) )

Luis, a mí también ;-) Lástima que no sea compartido sino siempre individual (el goce del calorcillo).

Xocas, estoy de acuerdo, claro que además de la ternura y la naturalidad está el punto de tristeza o amargura que nadie ha comentado y eso me ha llamado mucho la atención:

A mí ese cuento me hace gracia, me resulta tiernísimo, lo encuentro delicioso... pero también me da mucha pena.

Por cierto: jamás "robo" sino que reciclo, jejejjeje, soy muy ecologista, yo.

Jamás escribiré nada mío en público ni suelo poner mis propias fotos, ya que son mías... no en el sentido de la propiedad privada sino de la intimidad, no me gusta exponer mi intimidad y prefiero enseñarla por medio de símbolos tomados al "reciclar". Es otra opción a lo normal en los blogs y creo que interesante, o al menos a mí me lo resulta.

Saludos para todos.

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